Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Nota del autor2: En el diario de Adriana, aparece resaltada en color negro la transcripción íntegra de la conversación telefónica que Darío y ella mantuvieron la madrugada del 13 al 14 de febrero de 2008 y, en rojo, la de la tarde de ese día 14. Se ha reproducido, aquí, el original.
Madrid, 18 de diciembre de 2017. 21:00 h. Café El Espejo.
El estilo Art Nouveau del lugar me transportaba a aquellas tertulias de los intelectuales en los cafés de principios del siglo XX que tantas veces había soñado con disfrutar. Era un lugar mágico. En mi historia, la terraza, junto al “Pabellón” acristalado, había sido testigo de muchas charlas, confidencias, tardes de estudio y noches de novela durante los años de Licenciatura, especialmente con aquel de quien había tenido noticias aquella misma mañana. “Dios mío, D.J., ni siquiera llegué a darte mi número de teléfono personal nuevo…”
Las dudas, el dolor y, por qué no reconocerlo, los remordimientos se agolpaban en mi cabeza desde esa mañana. “¡Ese malnacido! El Solucionador se hacía llamar… ¡debí denunciarle cuando me enteré de lo que se traía entre manos!”
Habían pasado más de nueve años desde la última vez que nos vimos y que nos habíamos dirigido la palabra, estando sentados, precisamente, en la misma mesa que yo había escogido, en apariencia de modo inconsciente, esa tarde. Todavía recuerdo aquella tarde del 14 de febrero de 2008 como si fuera ayer. Darío me había llamado la madrugada anterior con semblante serio, con una voz más temerosa y apagada que de costumbre. Y eso era mucho decir pues, en aquellos últimos tiempos, ya no era la misma persona.
Aún después de tanto tiempo no podía reprimir una lágrima recordando aquella conversación telefónica nocturna y lo que pasaría la tarde del día siguiente…
—Hola, Adri ¿Cómo estás? —dijo, casi entre susurros, al punto en que atendí la llamada.
—Pero, D.J. ¿has visto qué hora es? —respondí, entre adormilada y molesta.
—Lo siento. Es importante ¿Podemos quedar mañana por la tarde, donde siempre? —su impaciencia rayaba la paranoia—. No te entretendré más de una hora, te lo prometo.
— Está bien. Además, yo también tengo que contarte algo. A las seis en El Espejo. Y ahora, déjame dormir, guaperas —definitivamente, nunca pude estar enfadada con él más de medio minuto—. Buenas noches.
—Gracias. Hasta mañana.
Y colgó.
“Guaperas”. Esa palabra retro que utilizaba mi madre para describir a mi padre y que yo, muy a mi pesar, había reservado para D.J. desde que en 4º de Licenciatura nos dio por ser sinceros el uno con el otro.
Vaya día de San Valentín aquel… Por la mañana, había intentado hablar con Darío en un par de ocasiones. Sus palabras y, especialmente, su tono de voz, me habían dejado realmente preocupada. Pero no hubo forma. Así que a las cinco y media de la tarde ya había apurado el primer café y había pedido el segundo, esperando a que llegara mi compañero, mi amigo, mi todo…
Apareció a las seis en punto, con gesto compungido y aspecto desaliñado. Se acercó a mi silla, me besó en la mejilla y se acomodó enfrente de mí, con la mirada perdida en el vacío.
—Gracias por venir… —dijo con desgana.
—De nada. Pero ¿qué te ocurre? Estás fatal —repuse, tratando de leer su mente con sus palabras.
—Tranquila, no es nada. Me dijiste que tú también tenías algo que contarme, ¿no? Empieza tú, a ver si así me inspiras —me animó, tratando de sonar convincente y despreocupado. No consiguió simular, sin embargo, ninguna de las dos cosas.
Así que, desconcertada, le relaté que había superado todas las entrevistas en el bufete Uría Menéndez, ese al que tanta ilusión me hacía incorporarme, y que me habían ofrecido un contrato como junior. Mi entusiasmo fue creciendo conforme daba detalles a mi amigo, hasta el punto de casi olvidar que el motivo de nuestro encuentro era, en realidad, eso que guardaba tras su aspecto de chico malo.
Transcurrieron unos veinte minutos hasta que hube terminado de hablar. Él escuchaba, paciente, esforzándose por esbozar una sonrisa o asentir ante cada palabra que salía de mis labios. Pero su mirada seguía clavada en algún universo muy lejano de aquel café. Por fin, me di por satisfecha y le cedí la palabra.
—Muy bien, guaperas, te toca. Cuéntame eso tan importante que no podías esperar a hoy para anunciarme —en ese momento, le miraba fijamente a los ojos, con esa sonrisa que tantas otras veces le había hecho caer rendido a mis pies.
Ese día no. La persona que estaba frente a mí, de la que no puedo asegurar que fuera mi amigo, se limitó a beber un sorbo de su té, carraspeó un par de veces y se decidió a comenzar. De haber intuido que conocer la verdad me iba a romper en pedazos, habría preferido salir corriendo antes de permitirle hablar.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.