Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.
Salamanca, 4 de enero de 2018. 04:00 h. Calle Veracruz.
Habría deseado irme a casa y llamar a Adriana o haber denunciado los hechos de esa noche a la policía, pero era demasiado tarde para lo primero y estaba inmerso en una historia demasiado truculenta para lo segundo. Así que opté por la que parecía la mejor solución dadas las circunstancias: acompañar a Desiré a la entrada del Huerto de Calixto y Melibea. El jardín estaba cerrado a esas horas, pero su ubicación convertía la zona en un espacio apartado, lejos del ruido y de miradas inoportunas.
—Es usted muy atractivo, ¿sabe? Es una lástima que hayamos tenido que reencontrarnos en esta tesitura —deslizó Desiré, mientras llegábamos al lugar. Aderezó su insinuación guiñándome un ojo, traviesa.
No me cupo duda de que mi acompañante manejaba a su antojo ese tipo de situaciones. Se la veía disfrutar con cada palabra, con la representación de cada línea del guion que ella misma había escrito, quien sabe si con la ayuda o bajo las órdenes de su hermano. “¿Qué pretende? ¿Confundirme, seducirme para que baje la guardia?”. Tal pensamiento se instaló en mi cabeza mientras seguía los pasos, meditabundo y en silencio, de la chica rubia de intensos ojos azules. Había de reconocer, además, que si esas eran sus intenciones lo estaba consiguiendo al pie de la letra. Precisamente esa otra idea fugaz me atormentó a continuación: “¿Sabrá el Solucionador lo que está ocurriendo? ¿Habrá sido realmente él quien ha ordenado al monstruo que me golpee y a su hermana que me conturbe o lo estará haciendo ella por propia iniciativa?”.
Cuando llegamos, Desiré se situó junto al arco enrejado que sirve de entrada y esperó a que me situara frente a ella. Instintivamente, mantuve una cierta distancia entre los dos, pero ella me apremió a que me acercara más. A pesar de mis recelos, una fuerza irresistible actuó por mí, hasta dejarnos apenas a unos centímetros el uno del otro. A esa distancia, me abrigó una fragancia a jazmín y dulce de leche, hasta fascinarme y enloquecerme a partes iguales. Clavó sus ojos en mí y comenzó a hablar, despacio, asegurándose de que cada frase empapaba mis ya embotados sentidos.
—Mi hermano tiene ojos y oídos en todas partes, señor Luque. Quizás sus formas no sean las más adecuadas, pero debe entenderle, está demasiado acostumbrado a tratar con calaña que no cumple sus promesas. A “el Solucionador”, como usted lo llama, no le ha gustado nada que haya acudido a esa picapleitos, ¿cómo se llama? ¡Ah, claro! La señorita Adriana Ibáñez Sorolla —cada segundo parecía un argumento más hacia mi propia sentencia de muerte… y la de Adriana.
Traté de protestar, de decirle que esto era entre su hermano y yo, que nada tenía que ver Adriana. Pero un suave gesto de su mano me enmudeció las intenciones.
—Debe recordar todo lo que mi hermano hizo por usted hace unos años. No olvide que si hoy está donde está es, en gran parte, gracias a su ayuda. Él solo le pide que, ahora, le devuelva el favor. Además, piense que de su trabajo usted obtendría sustanciales beneficios —continuó.
Me infundí de valor y, por primera vez en toda aquella noche, hablé con autoridad. Ya me habían herido suficientemente el cuerpo y el orgullo.
—¡Basta! Os recuerdo que, desde donde estoy hoy, puedo buscaros la ruina tanto a tu hermano y tu padre, como a ti misma —exclamé, en una voz más alta de la que me habría gustado.
—Calme esos nervios, señor Luque —prosiguió ella—. Mi hermano tenía un plan digamos… más contundente para usted esta noche. He sido yo quien le convencí para que moderara este primer contacto y lo dejara en una mera… —dudó— advertencia. A pesar de que usted me odie, yo le encuentro interesante y, como le he dicho antes, atractivo.
En ese momento, pareció ciertamente agotada, como si la tarea que le había encomendado Miguel Ángel fuese en extremo pesada para ella.
—Permítame un consejo: sea inteligente y acepte el trato que mi familia le ofrece, por el bien de todos. Mientras yo interceda por usted, no le pasará nada. Pero no sé cuánto tiempo podré seguir influyendo en mi hermano. Y tampoco puedo garantizar la seguridad de su amiga —alegó, desafiante.
En el tiempo en que había transcurrido nuestra conversación no había dejado de mirarme fijamente. Una vez concluido su mensaje, dio un paso al frente hasta rozar mi rostro con su aroma. Pasó sus brazos por mi cuello y, muy despacio, como meditando cada movimiento, acercó sus labios a los míos. Sentí una calidez electrizante, un deseo vehemente de perpetuar aquel embrujo. La suavidad de aquel beso contrastaba con la pasión con la que sus manos afirmaban mi cuerpo contra el suyo. Tras aquellos segundos eternos, me soltó y se alejó, decidida.
Y yo permanecí, petrificado, buscando una razón a toda aquella locura sin sentido.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.