Cabizbajo y avergonzado, como un niño al que descubren haciendo trampas en un examen de colegio. Ya no había nada que yo tuviera que hacer allí, así que lo mejor era desaparecer haciendo el menor ruido posible. Había estado a punto de conseguirlo, ¡sí!, lo había rozado con la punta de mis dedos. Pero, de repente, el tiempo se había esforzado y era tarde. El reloj avanzaba veloz, burlándose de mi maldita mala suerte. Era tarde… Allí la abandoné, susurrándome una sonrisa en el vacío y dibujándome un beso. Ella no quería dejarlo, pero era tarde… Caminé mirando atrás, enterrando lo que un día había sido un gran sueño.
Veinte años después seguía sintiendo una punzada de dolor al recordarla. Su simple imagen se había convertido, con el discurrir de los otoños, en la más amarga de mis fantasías.