Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Madrid, 15 de enero de 2018. 16:37 h. Juzgados de Plaza Castilla.
Había transcurrido una semana y aún no había sido capaz de enfrentar la desazón que me había dejado en el cuerpo. Nunca pensé que aquel martes, 9 de enero, iba a comenzar de forma tan insoportable.
Salía del despacho, como cada mañana, a cumplir con la primera ronda de tareas, cuando un número oculto se puso en contacto conmigo. Habitualmente no suelo atender el teléfono si no reconozco el origen, pero, en los últimos meses, los acontecimientos estaban dando al traste con muchas de mis seguridades y costumbres. Ante la insistencia al otro lado de la línea, descolgué en la tercera llamada:
—Adriana Ibáñez, Uría Menéndez, dígame —contesté como siempre hago cuando respondo en el terminal profesional, tratando de disimular la irritación por la obstinación de mi interlocutor. Me sorprendió lo que escuché a continuación. No pude percibir si se trataba de un sintetizador de voz o de una grabación producida por ordenador, pero quien hablaba no parecía una persona de carne y hueso.
—Señorita Ibáñez, espero que ahora le quede claro que esto no es una broma. Desiré López ha muerto. Su amigo Darío se encuentra en el hospital desde anoche, recuperándose de algunas heridas. Él no era nuestro objetivo, usted será la próxima si no se aleja definitivamente.
Y, quien fuera que me estaba amenazando, dio por terminado el mensaje. Colgó, dejándome con una enérgica protesta en la boca.
Llamé a Carmen Arroyo, la compañera con la que estaba llevando el último caso que nos habían asignado en el bufete, y me disculpé por tener que ausentarme de Madrid durante unas horas. Ella no preguntó, no le hizo falta para saber que algo no iba bien. Percibió la preocupación de mi voz y se dio por respondida. Carmen era una abogada junior, que había llegado a nuestro despacho hacía solo unos meses, pero en ese tiempo había demostrado sobradamente sus capacidades como letrada y su valía. Su talante despierto, siempre alerta ante cualquier vicisitud, y su discreción hacían de ella una excelente profesional. Por estas y otras razones, siempre busco trabajar con ella en los asuntos más complejos. “¡Mujeres al poder!”, me dijo justo antes de continuar con su trabajo; una frase que nos repetimos mutuamente a modo de grito de guerra.
Recuperé mi coche, que descansaba en un parking cercano y puse rumbo a Salamanca. “Guaperas, espero que te encuentres bien. Esto no podrá contigo… ni conmigo”, me repetía en voz alta para infundirme ánimo mientras volaba por la autovía.
En escasas dos horas entraba en la puerta de la habitación del Hospital Universitario donde D.J. permanecía ingresado. La habitación solo estaba ocupada por Darío, no parecía tener compañero, y él dormía, así que decidí esperar sentada en la silla al lado de su cama, procurando hacer el menor ruido posible.
Unos minutos después, este despertó y sonrió tímidamente al verme.
—Adri, ¿qué haces aquí? —pronunció, con un hilo de voz.
—He sabido, esta mañana, que estás ingresado y me he escapado para ver cómo te encuentras —respondí sin pensar, simplemente dejándome llevar. En efecto, lo siguiente que Darío quiso saber era cómo me había enterado.
Consciente de que no serviría de nada mentirle, le hablé de la llamada y de la advertencia que había recibido. Una vez que mi amigo asimiló la información, le pregunté, cauta, por lo que había sucedido el día anterior. Me contó, visiblemente afectado, cómo Desiré le había convencido para verse en el Parador y cómo, a pesar de ser consciente de que no era una gran idea, terminó por acudir. Las lágrimas resbalaron por su cara al recordar las palabras de la hermana del Solucionador sobre la verdad del accidente de David. Se rehízo como pudo y continuó: Desiré lo había llevado hasta la ventana de la habitación y posteriormente sintió una fuerte detonación, que lo hizo tambalearse y caer al suelo. No era capaz de establecer con nitidez qué había ocurrido después. Lo siguiente que guardaba en su memoria era el cuerpo de Desiré rodeado de sangre y la voz apremiante de los técnicos sanitarios que lo sacaban de allí en camilla.
No tuve valor para contarle la conversación que, la tarde anterior, había mantenido con Desiré, en la que ella me dejaba claro que iba a arrebatármelo y a Darío le faltaron arrestos para reconocer lo que me revelaban sus ojos, avergonzados. Ella había llegado hasta el final: el acercamiento entre mi amigo y la hermana de Miguel Ángel había sido mucho más íntimo que una mera noche de confesiones.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.
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