Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Madrid, 25 de febrero de 2018. 07:20 h. Parque de El Retiro.
El parque del Buen Retiro es uno de mis lugares preferidos en Madrid. Disfruto cada vez que tengo ocasión de perderme entre sus 125 hectáreas, acompañada de música, un buen libro o, simplemente, paseando y permitiendo que mi mente desconecte del estrés y del agotamiento del trabajo diario. Aquella mañana de domingo había llegado especialmente fría, dibujando un día de los que a mí me gustan, ideal para no encontrarme rodeada de gente y poder pasar desapercibida. Accedí por la Puerta de Herrero Palacios, situada en la Avenida de Menéndez Pelayo, frente al Hospital Universitario Niño Jesús, y me dirigí hacia el Palacio de Cristal, lentamente y dejándome envolver por el entorno a cada paso. No tenía prisa, llevaba semanas sin poder acercarme al pulmón de Madrid y había decidido dedicarme varias horas ensimismada en mí misma: necesitaba respirar.
Después de una hora de paseo, me senté en uno de los muchos bancos que adornan el paraje. Guardaba, en mi pequeña mochila, un libro: “Los ritos del agua”, la segunda entrega de la Trilogía de la Ciudad Blanca, de Eva García Sáenz de Urturi y me pareció el momento y el lugar idóneos para transportarme a otros paisajes a través de la lectura. Acompañé el instante con un café, todavía caliente, que había llevado en un termo y me relajé.
Al cabo de un rato, un mal presentimiento me sobresaltó, y me sacó de entre las páginas de la novela. Tuve la sensación de que alguien me observaba. Dejé el libro abierto sobre mis rodillas y me puse en alerta. Para disfrazar mi alarma, saqué los auriculares inalámbricos del bolsillo delantero de mi mochila y simulé escuchar música, mientras vigilaba a mi izquierda y a mi derecha. Nadie. Todo mostraba una espeluznante quietud. Tras unos minutos que se me hicieron interminables, comprendí que lo mejor era moverme, así que me dispuse a llegar, esta vez, hacia el extremo norte del parque, pasando por el estanque grande, con intención de salir después por la Puerta de la Independencia, frente a la Puerta de Alcalá. Continuaba con los auriculares puestos, pero no escuchaba más que el latido acelerado de mi corazón. Permanecía atenta a cualquier movimiento o sonido que se produjera cerca de mí.
Estaba a punto de abandonar el parque cuando me pareció distinguir, fugazmente, la sombra de un encapuchado que me había fotografiado con un teléfono móvil. Me giré, llevada por un acto reflejo y salí corriendo detrás del individuo. Se adentró de nuevo en dirección al centro del espacio verde y traté de seguirle a escasa distancia, pero, a pesar de mis esfuerzos lo perdí. Me derrumbé, confundida y derrotada, sobre un banco. “Está claro que tengo que volver a intensificar mis rutinas de resistencia en el gimnasio”, me recriminé. Hundí mi cabeza entre mis manos y me quedé absorta en algún universo paralelo muy lejos de aquel Madrid.
Alguien rozó mi hombro y me hizo regresar a aquella fría mañana de febrero. Cuando reparé en la persona que se había parado a mi lado, de pie, descubrí al dichoso encapuchado que me miraba, oculto su rostro tras un pasamontañas, y me extendía un sobre lacrado de un tono ocre.
—Siento haberla asustado, pero debía llamar su atención y traerla a un lugar más escondido. Llevo toda la mañana intentando entregarle esto —parecía que el extraño trataba de excusarse por su actitud anterior.
—¿Qué se supone que es esto? ¿Y por qué me ha hecho fotografías con su teléfono móvil? —espeté, sin ánimo de reconciliación.
—Ruego que me disculpe. Ahora debo hacerla otra fotografía recibiendo la entrega. Quien me ha contratado me ha exigido pruebas de que este envío le era entregado, personalmente a usted, señorita Ibáñez —me detalló, pausadamente, el encapuchado.
—Pero, ¿qué demonios…? —protesté. Sin embargo, mi acompañante no me dio tiempo a terminar mi queja. Se levantó y, con una velocidad endiablada, sacó de nuevo el teléfono móvil, capturó la instantánea de mi cara perpleja con el sobre en las manos y se fue corriendo. Cuando quise recuperarme del desconcierto, ya no había ni rastro de aquel enigmático sujeto.
Rompí cuidadosamente la lacra, asombrada porque alguien aún la utilizara para comunicarse por correo, y extraje una nota escrita a ordenador.
Señorita Ibáñez.
Reconozco que nuestro reencuentro no ha resultado todo lo amistoso que me hubiera gustado. Asumo mi parte de responsabilidad, pero debes saber que, muy a mi pesar, tu actitud ha motivado mis acciones. Pongamos las cartas sobre la mesa y actuemos con inteligencia. Por tu bien, el mío y, como más nos interesa a ambos, el de nuestro amigo Darío.
Reúnete conmigo esta tarde en la dirección que encontrarás en el reverso de esta carta y podrás completar, a tu gusto, los espacios en blanco que observarás en la fotografía que acompaña estas letras. Como verás, lo que te pediré a cambio es una nimia cortesía en atención a mi generosidad.
Un “afectuoso” abrazo.
El Solucionador.
Me quedé paralizada de súbito, dejando caer al suelo la misiva que me acababan de hacer llegar. Después de vacilar unos segundos la recogí y busqué en el envoltorio la imagen que mencionaba ese desgraciado de Miguel Ángel. Ni rastro. Aquella situación comenzaba a cabrearme sobremanera. Eché un rápido vistazo a mi alrededor y entonces lo vi. Un documento escaneado. Justo detrás del lugar donde se había quedado el encapuchado. No recordaba que se hubiera caído cuando abrí el sobre. ¿La habría dejado ahí, a propósito, el emisario? Todo aquel embrollo comenzaba a darme dolor de cabeza…
Llevada por un odio irracional, detesté intensamente participar en aquel espinoso asunto…
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.