Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.
Salamanca, 31 de marzo de 2018. 06:45 h.
Unos días antes de escribir esta entrada en mi diario había recibido una llamada que no auguraba buenas noticias. Una inusual cadena de dígitos me indicaba que se trataba de un número de teléfono oficial. Al descolgar, reconocí al otro lado la voz de GAL, mi peculiar conocido y contacto en el CNI.
—Luque, tenemos que vernos. La Emperatriz y ese pintamonas de Miguel Ángel están incrementando su actividad. Se están sofisticando y están ampliando sus acciones criminales. Ya no solo se dedican a la droga y otras transacciones lucrativas; tenemos indicios que nos llevan a pensar que están metiéndose en el negocio del sicariato.
Iba a mostrar mi agotamiento; a pedirle que no volviera a mencionarme nada de aquel asunto, cuando, sin darme tiempo a contestar, añadió.
—Además, debes saber que han intensificado su presión sobre tu amiga. Como no han podido doblegarla, mis informadores me dicen que la última táctica ha consistido en ofrecerle un cheque en blanco para que se incorpore, como letrada, a sus chanchullos —declaró, con tono profesional.
—Pero, ¿qué me dices? ¡Eso no es posible! —quise protestar.
—No puedo seguir hablando. Dime qué fin de semana no estás de guardia y quedamos. ¿Puedes acercarte a Madrid?
Fue lo último que me dijo antes de quedar de acuerdo para el sábado, 31, último día del mes de marzo. Aquella situación se nos comenzaba a ir de las manos, especialmente a mí, culpable de comprometer a tantas buenas personas de mi entorno.
Aquel sábado, 31, me desperté especialmente contrariado. Había dormido mal y las frustraciones de las últimas semanas se agolpaban, horadando mi paciencia. Había quedado a media tarde con GAL, pero planifiqué probar suerte y tratar de encontrarme con Adriana por la mañana. Reconozco que todo aquello me estaba volviendo paranoico, hasta el punto de que no avisé a mi amiga de mi visita. No quería darle tiempo a que se preparara ningún discurso.
Quería llegar a la capital a media mañana, así que madrugué y cogí mi coche. Conduje con violencia, presentándome en la puerta del bufete de Adriana en poco más de dos horas. Si algún efectivo de la Guardia Civil me hubiera interceptado durante el trayecto, me habría quedado sin permiso de conducir y, a buen seguro, habría terminado de arruinar mi ya maltrecha carrera en la magistratura.
Madrid-Fuenlabrada, 31 de marzo de 2018. 10:10 h.
Pregunté en la recepción el paradero de mi amiga, sin tener la seguridad de si había acudido a trabajar en fin de semana. En efecto, allí estaba. El chico que me atendió me dio indicaciones y, sin pensármelo dos veces, me acerqué a su despacho. Ella se sobresaltó al verme, no sé si por mi deplorable aspecto o por mi duro gesto de “tenemos que hablar”. Ella comprendió y me devolvió una mirada repleta de seguridad.
—Guaperas, ¡qué grata sorpresa! —exclamó, sonriendo.
—Hola, Adri. Pasaba por la zona y me he acercado a saludarte —mentí, en parte para que sus compañeros no se percataran y en parte debido a la sorpresa por su saludo. Ella, evidentemente, no se lo creyó, pero me siguió el juego.
—Siempre tan galán. Ahora me pillas un poco liada, pero, si puedes esperarme un par de horas, comemos juntos —propuso, lanzándome un guiño de inteligencia.
—Eh… sí, claro. Me parece un gran plan. No te molesto más, avísame cuando salgas y paso por aquí a buscarte —repliqué dispuesto a marcharme.
A punto estaba de salir del edificio cuando Adriana me envió un Whatsapp. Se disculpaba por haber tenido que precipitar que me fuera, pero me aseguraba que tenía la sensación de que una de sus compañeras, una joven abogada recién llegada, monitorizaba sus movimientos. Y no estaba de más ser cautos. Contesté a su mensaje proponiéndole comer en Fuenlabrada, así podría acercarme a ver a mis padres y alejarnos de Madrid para hablar con más tranquilidad. Accedió y me dijo que me avisaría cuando llegara.
Mi madre presentaba peor aspecto que la última vez que la vi. A los síntomas que ya arrastraba desde hacía un tiempo: cansancio, debilidad muscular y mareos, ahora se sumaba un alarmante temblor en las manos y falta de coordinación. Apenas era capaz de mantenerse de pie. Los médicos no se ponían de acuerdo en el diagnóstico, aunque tales síntomas apuntaban hacia la esclerosis múltiple. Mi padre estaba muy apagado. Apenas se dirigió a mí cuando fui a abrazarle. Me correspondió con un leve asentimiento de cabeza y continuó viendo, embobado, la televisión. Traté de preguntarle por la evolución de su mujer, pero de su boca salió un “está como la ves”.
Abandoné mi casa, desolado por el panorama que me había encontrado y prometiendo a mi madre, no muy convencido, que iría a pasar tiempo con ellos más a menudo. Adriana me esperaba a la entrada del Parque del Olivar. No dijo nada, me sonrió veladamente y me cogió de la mano. Me llevó hasta un espacio apartado, se cercioró de que no se veía a nadie alrededor y se situó frente a mí. Movió los labios y fui capaz de leer, nítidamente, un confía en mí. Después, decidida, arrancó a hablar, en un tono confidente, pero con un volumen para nada disimulado.
—D.J. Esto está llegando demasiado lejos. Estoy pasando miedo. Toda mi vida se está tambaleando… mi trabajo, mis relaciones sociales, todo. Desde hace unas semanas estoy que no doy una. Y me rindo… El otro día, tu amigo Miguel Ángel vino a verme y puso precio a mis servicios como letrada. Solo me pidió que te convenciera para unirte.
A pesar de estar prevenido, sus palabras me dejaron estupefacto.
—Voy a pedirle una buena suma. Piensa cuánto podríamos hacer con ese dinero. Yo dejaría el infierno de Uría Menéndez y tú podrías llegar a donde siempre quisiste. Si aceptas, te prometo que la mitad de lo que me paguen será para ti —en ese momento, Adriana y yo volvimos a transportarnos a nuestros años de Facultad, a cuando nos comunicábamos a través de nuestras miradas. Me animó a escandalizarme.
—¡¿Pero se puede saber qué coño te pasa, Adri?! —bramé—. ¿Te has vuelto loca? ¡Esa escoria te utilizará y, cuando ya no le sirvas, te dejará tirada… o algo peor!
Ella fingió encolerizarse y agrietó la voz.
—¡Lo único que sé es que, desde que volviste a mi vida, no has hecho más que joderla! Sinceramente, ahora mismo, no encuentro diferencia entre ellos y tú. ¡Debiste guardarte tu mierda para ti solito! Mira, Darío… No sé si esto será buena idea o no, pero tampoco estoy segura de que lo sea permanecer a tu lado. Mientras les responda, me protegerán. Saben lo que valgo. Yo me voy con ellos, tú sabrás lo que haces… pero, si no me acompañas, no sé cuánto tiempo podré mantenerlos alejados de ti.
Adriana, de repente, parecía confesar con su corazón en la mano. Me miró fijamente, tratando de llegar a lo más profundo de mi alma a través de sus ojos. Hacía mucho tiempo, pero no había duda. Lentamente, me acerqué, valorando los pros y contras de cada una de mis acciones. Clavamos nuestros ojos el uno en el otro, entrelazándolos, y creí advertir una sonrisa de complicidad en su rostro. Hacía tanto tiempo…
Abandoné mi conciencia y dejé que mis sentimientos, tantos años sepultados, afloraran y actuaran por mí. Aquel dulce instante en el que mis labios rozaron los suyos supuso volver a tocar el cielo con mis dedos; volver a sentirme pleno, dichoso, invencible. Pero aquel paraíso apenas duró unos segundos. Ella, con un desdén que no logré descifrar si era real o simulado, me apartó y retrocedió un par de pasos.
—Venga ya, Darío. Déjate de cuentos. Yo ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. He tratado de alertarte, ahora… tú decides, ya eres un adulto. Me voy, pero antes, por favor, dame la dirección de correo electrónico de Miguel Ángel. Él me ordenó que te la pidiera —sentenció, derrotada.
Saqué mi smartphone y busqué la condenada dirección del Solucionador. Después, ella se despidió y me observó una última vez. Esta vez fui yo el que hablé en un susurro y, al punto de hacerlo, me maldije por haber abierto la boca.
—Mierda, te quiero…
No sé si ella llegó a oírme o ya estaba demasiado lejos. Y, a pesar de no haber comido nada, la tensión hizo que se me revolviera el estómago.
Unos metros más allá, escondidos a la vista de cualquiera, pero con una panorámica perfecta de la escena, unos ojos vigilaban lo que acababa de acontecer. Cuando la chica desapareció, una mano abortó una llamada que estaba a punto de realizar.
(…)
Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Madrid, 31 de marzo de 2018. 23:11 h.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.