Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Madrid, 20 de abril de 2018. 19:43 h. Sede de la Fiscalía de la Audiencia Nacional.
Le había pedido diez millones de euros en la seguridad de que no me los pagarían, pero, una semana más tarde, recibí instrucciones concretas para cobrar aquella desorbitada cantidad. Me había puesto en contacto con la Fiscalía unos días después de aceptar el nuevo trabajo, sabedora de la delicadeza de la operación. En mi bufete había hecho efectivo mi derecho a reducción de casos por la sobrecarga de años anteriores, lo cual había sorprendido a mis jefes, pero salí del paso aduciendo complicaciones familiares para los próximos meses. En la cita de aquella mañana con el fiscal jefe de la Audiencia Nacional estableceríamos los pasos a seguir, la forma de custodiar y manejar el dinero y el protocolo más adecuado para el caso de que mis nuevos compañeros descubrieran mis verdaderas intenciones.
Llegué a la sede de la Audiencia Nacional, en la calle García Gutiérrez, con casi veinte minutos de adelanto. Un joven tecleaba frenético frente a la pantalla del ordenador.
—Buenas tardes —saludé esbozando una sonrisa—. Tengo una reunión con el fiscal jefe en unos minutos.
—Buenas tardes, el señor Alonso está ocupado en estos momentos. Puede esperarle en aquella sala de allí —dijo el joven señalando con el dedo, sin levantar la vista de su tarea. No se me escapó una mirada de soslayo cuando me alejaba en la dirección que me había indicado.
Pasados quince minutos de la hora acordada, un hombre enhiesto con rostro cansado y ojeras que delataban falta de sueño se presentó ante mí como Jesús Alonso, fiscal jefe. Me acompañó, cortésmente, a una sala acristalada. Cuando entramos, nos esperaban tres personas más: mi amigo, el comisario Emiliano Zúñiga, otro miembro de la Policía Nacional, al que identifiqué como inspector jefe, según revelaban las divisas1 de su uniforme y una mujer de aspecto severo que se presentó como la jueza decana de la Audiencia Nacional.
El fiscal tomó la palabra, tras recibir un leve asentimiento de cabeza de la magistrada. Carraspeó y fijó la mirada en el policía a quien nadie me había presentado.
—Como todos los presentes saben, estamos aquí para coordinar una investigación compleja. A ninguno de ustedes le son desconocidos los nombres de Miguel López Rivera y de Verónica Serrano Suárez, así como otros de su organización. Llevamos años tras su pista, pero no hemos estado consiguiendo grandes resultados —todos asintieron, casi al unísono—. Bien… la cuestión es que hace aproximadamente cuatro meses, Miguel Ángel López, quien se hace llamar “el Solucionador”, se puso en contacto con Darío Joaquín Luque, juez de Instrucción en Salamanca y antiguo compañero de Universidad, presumiblemente con la intención de que este se valiera de su función jurisdiccional para favorecer a la organización…
La jueza decana comenzó a tomar notas, frenéticamente, en una elegante agenda, mientras cuchicheaba con Emiliano Zúñiga. Este respondía con monosílabos, mientras rebuscaba algo en su teléfono móvil.
—…Y es aquí donde entra la señorita Ibáñez, quien nos acompaña esta mañana. El señor Luque se puso en contacto con ella cuando todo comenzó y ahora ella ha sido invitada a colaborar con la organización, si no me equivoco… —dejó la frase en suspenso, a la espera de que yo interviniera.
—Así es —sostuve, tratando de mostrar más aplomo del que atesoraba en ese momento. Mi amigo Emiliano trataba de confortarme con un gesto de confianza. No me imponía la situación, ni siquiera las personas que en ese momento estaban pendientes de mis palabras. Más bien por primera vez, fui consciente del peligro real que estaba a punto de asumir—. Mis supuestas funciones son, básicamente, dos: convencer a Darío de incorporarse al entramado delictivo y prestar ciertos servicios como letrada que, supongo, no irán más allá de asesoramientos y eventual defensa técnica. Hasta este momento, no me han solicitado ningún trabajo específico —expuse, con eficacia profesional.
—Gracias —terció el fiscal—. Resumiendo la cuestión, en este encuentro debemos tomar dos decisiones: la primera de ellas, determinar qué sucede con los diez millones de euros que la organización ha transferido a la cuenta de la señorita Ibáñez y la segunda, diseñar el plan de actuación mientras ella se encuentra colaborando con los sujetos investigados.
—Huelga decir que su seguridad es nuestra máxima prioridad, por encima de los posibles efectos en las pesquisas —el agente a quien no conocía tomó la palabra por primera vez. Sorprendida, comprobé que todos los asistentes lo miraban con una disimulada muestra de respeto. Su voz, firme pero encantadora, continuó—. Como hemos acordado, la señorita Ibáñez gozará de monitorización continuada de sus actividades para la organización, con independencia de dónde se produzca esta. Para ello, contará con una mini cámara-bolígrafo de grabación en alta resolución que recomendamos utilice siempre que se relacione con el entramado. Además, dos agentes velarán por su seguridad, tanto en su domicilio como cuando se desplace. Si lo precisa, también, se le entregará un terminal de telefonía móvil comunicado directamente con nosotros y se le facilitará un número de teléfono de respuesta 24 horas. ¿Estamos todos de acuerdo? —inquirió, seguro de que nadie contradiría sus indicaciones.
—A cambio, eso sí —esta vez, la jueza decana tomó la palabra —la señorita Ibáñez se compromete a informar puntualmente a la Fiscalía de este órgano de todas las acciones y servicios que, desde la estructura criminal, se le requieran—. La magistrada me perforó con la mirada, como tratando de valorar si su mensaje había calado en mí.
—Comprendido, Señoría —respondí, sin dejar de sostenerle la mirada. No estuve por la labor de que aquella señora, por muy jueza que fuera, me intimidara cuando me iba a jugar el cuello por ella.
—Perfecto —contraatacó, sin amilanarse—. Entonces veamos cómo proceder con ese dinero sucio que le ha sido entregado.
El fiscal jefe se levantó y se dirigió a la parte frontal de la sala. Encendió un proyector y todos los presentes dirigieron su mirada hacia la pantalla donde apareció una presentación con diversas diapositivas. Con diligencia, se acordó que el dinero continuaría en la cuenta que, a mi nombre, yo misma había creado unos días antes para depositar tan abultada recompensa. El órgano jurisdiccional me autorizó a gastar un montante mensual que, en ningún caso, podía exceder de 3.000 euros. A fin de cuentas, era imprescindible que hiciera uso del dinero por si, desde la organización, se vigilaba la cuenta bancaria: debía dar apariencia de estar disfrutando del precio de mi integridad personal y profesional. Como la jueza se cercioró en recalcar, podía considerarlo un sueldo por tan arriesgada empresa. Por otro lado, haría diversos ingresos esporádicos de grandes cantidades a cuentas que estarían disfrazadas con diversas titularidades pero que, en última instancia, estarían controladas desde la Audiencia Nacional. Así el dinero se integraría en el círculo de la legalidad.
Cuando estas directrices quedaron claras para todos, finalizó la reunión. Todos abandonaron el lugar, salvo el comisario Zúñiga y yo. Cuando se aseguró de que estábamos solos, se relajó y su rostro reflejó un repentino estado de preocupación.
—Escúchame, Adriana. A todos estos gerifaltes les importa una mierda lo que te ocurra. Así que prométeme que tendrás cuidado —me rogó, tratando de ocultar su desesperación. Estaba claro que no estaba de acuerdo con las medidas que se iban a poner en marcha en este caso.
—Claro, Emiliano. No te preocupes. Sé cuidarme sola —traté de tranquilizarle.
—No sé si puedes contar con ese tal Darío, pero mi teléfono estará 24/7 operativo para ti, ¿entendido? Ante cualquier riesgo o complicación, llámame —resolvió con repentina dureza.
—Así lo haré, tienes mi palabra —aseguré.
—Sé que no soy tu superior, ni me debes respeto u obediencia, pero considera esta petición una orden.
Después, se levantó de la silla y salió de aquel despacho acristalado, abandonándome a mis miedos y cavilaciones.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.
Aclaración del autor:
1. Divisa: Señal exterior para distinguir personas, grados u otras cosas (Diccionario de la Lengua Española).