Aquel Congreso Internacional en la Universidad únicamente me aportó un dolor de cabeza que soporté, estoico, durante días. Pude encontrarme con la señorita Bernares; se sorprendió sobremanera al verme y tuve que improvisar una absurda historia para justificar tantos meses fuera de la vida pública, si es que los científicos llegamos a tener algo parecido a ella. Me contó, entusiasmada por encontrarme allí, que las cosas en el laboratorio habían mejorado, que la jefa —sí, ella; esa persona a la que todavía no me atrevo a nombrar— había comprendido su valía y que ahora se sentía más feliz. Así que misión abortada: no era, en absoluto, inteligente sugerirle que se uniera a mi equipo. Mejor así, estoy convencido de que aquella brillante, pero ingenua investigadora, habría terminado por causarme serios problemas, a buen seguro aduciendo excusas éticas absurdas a mi gran obra.
Me resultó profundamente extraño volver a salir a la calle, a plena luz del día y ante otros congéneres, debiendo abandonar el actual espacio subterráneo que hace las veces de centro de trabajo y de hogar. Aún así, reconozco que la conversación con la señorita Bernares fue fructífera para comprobar que los niveles de estulticia del resto de la especie humana siguen a la misma altura. Y, por otro lado, observar a quien no me atrevo a nombrar, siquiera a distancia, había sido más estimulante de lo que había pensado.
De aquello hace casi dos meses. La vuelta a la rutina en mi refugio me aportó serenidad y energía. Sigo escrupulosamente mi regla de mantener el menor contacto posible con el exterior, solo cuando necesito víveres o materiales y siempre a través de enlaces o compras por internet. Tampoco me interesan, en lo más mínimo, las noticias que vienen de fuera: cuando mi gran proyecto esté concluido, eclipsará cualquier otro acontecimiento pasado, presente o futuro.
No obstante, debo reconocer que mi curiosidad científica, en estos días, es más fuerte que mi voluntad. Según he podido saber, desde hace aproximadamente cuatro semanas, la población mundial está aislada, prácticamente al completo, debido a la extensión pandémica del SARS-CoV-2, de la familia del virus SARS-CoV, que ha originado la enfermedad por coronavirus que los expertos han denominado COVID-19. Considero especialmente interesante el análisis del por qué existe tan alta letalidad asociada a este nuevo coronavirus, así como su ágil y rápido mecanismo de infección y propagación. Si no estuviera inmerso en mi gran opus magnum, el estudio de este nuevo virus monocatenario positivo sería un bonito entretenimiento para mi mente privilegiada.
Esta pandemia refuerza una opinión personal que nadie me tuvo en cuenta: desde la teoría de la selección natural de Darwin hasta las actuales tesis evolutivas sintéticas, nadie ha sido capaz de reflejar el valor del medio ambiente en el desarrollo de la especie. Los humanos, con sus industrias superfluas, sus hábitos depredatorios y su capitalismo salvaje, están destrozando el hogar común. Estamos llegando a una situación insostenible y el planeta ha dicho basta; consecuencia lógica ante tanta irresponsabilidad. Por otro lado, la debilidad de quienes habitan la superficie es palmaria: solo deben permanecer en sus casas unas semanas y parece que les va la vida en ello. Eso me hace estar seguro de que cuando me conozcan, admirarán mi fortaleza y comprenderán.
La crisis que atraviesa el mundo actual me da la razón. Es necesario un cambio urgente. Los humanos no son más que una especie molesta y egoísta. Pero todo cambiará cuando revele la verdad. Responsabilidad como sacrificio; poder verdadero para llegar a la inmortalidad.
Corto y cambio.