Su historia había sido y era feliz. No había tenido familia, pero sus amigos y su pasión lo eran todo. Un reloj es mucho más que un complemento diario o un objeto de colección: de arena o de cuco, de pulsera, de pared; quizás analógicos, o tal vez digitales… cada uno con un universo por descubrir. Aunque, sin duda, sus joyas de la corona habían sido los relojes de bolsillo: prácticos, distinguidos y discretos.
Estaba a punto de cumplir cincuenta años regentando una pequeña tienda en la esquina de la Plaza Mayor. En todo ese tiempo, había sentido la dicha de poder contemplar y disfrutar de máquinas perfectas, de diseños esmerados e, incluso, de algunos ejemplares de una rareza incalculable, como aquella perfecta imitación del Henry Graves Supercomplication, que, si bien no alcanzaba el valor del original, habría podido vender por algunos cientos de millones de las pesetas de la época.
Volvió de su ensoñación y se dirigió a la caja fuerte, donde guardaba el primero de cuantos han integrado su modesta colección. Aquel poseía un significado especial; se lo había regalado ella, antes de perderla para siempre…
Observó su corona de oro y su esfera de un negro azabache intenso. Mientras se distraía en el rítmico discurrir de las manecillas, comprendió que, a pesar de haber pasado más de media vida rodeado de horas, minutos y segundos, no sabía nada del tiempo. Puede que fuera como el éter que se escapa entre los dedos, o como aquella musa que se desplaza, veloz, hacia un final inexorable y que nos iguala a todos frente al espejo de nuestra realidad.
El tiempo… nuestro bien más preciado. El único que no podemos comprar, prestar ni recuperar y que, a menudo, perdemos por no saber apreciarlo suficientemente. Y solo cuando está próximo a expirar, entendemos que es imprescindible para mantenernos vivos.
Reblogueó esto en Editorial de Autor, de México para el Mundo.y comentado:
Inspirador y poético.
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