70. Secreto de sumario (IV)

Destiné el sábado a limpiar la casa, ordenar la habitación que utilizo como despacho y preparar algo de comida para la semana, ya que, con el ajetreo del día a día, suelo desatender la cocina. A media tarde, habiendo oscurecido como es habitual en los meses centrales de invierno, di por concluida la tarea y me dispuse a relajarme con una cerveza y la primera película interesante que descubriera en los canales de suscripción. Recordé en ese momento que Barça y Madrid estaban disputando el primer Clásico de la temporada, en el Camp Nou, pero no hice intención de verlo. Según mis compañeros, resultaba paradójico que a un periodista deportivo no le gustase el fútbol. Siempre me he rebelado contra esa afirmación: en primer lugar, porque no veo nada extraño en que alguien no tenga el fútbol entre sus máximas vitales; existen muchos otros deportes en el universo. Y, además, tampoco es que fuera cierto que no me gusta el fútbol. Simplemente, había disminuido paulatinamente mi interés cuando el espectáculo se convirtió en negocio y dejó de ser deporte. Mantenía una cierta simpatía por el Atleti, que era el equipo de mi padre y de mi infancia, pero no la demostraba más allá de las finales o los partidos importantes. En realidad, si era completamente sincero, amaba el deporte de la pelota, pero había descubierto lo que este significaba realmente cuando me convertí en uno de los socios fundadores, y bajo la filosofía de “un socio, un voto”, en dueño de uno de los equipos de la ciudad, que, habiendo empezado en categoría provincial, se había asentado en la Segunda División ‘B’. Desde entonces LaLiga, la Champions o, incluso, las competiciones entre selecciones nacionales, me parecían tan artificiales como los realities de las cadenas de televisión.

No encontré ningún filme que me agradase, a salvo de la enésima reposición de la primera entrega de La jungla de cristal, de la que conocía hasta los diálogos, así que me plegué a la realidad y puse el partido. El Madrid estaba dando la sorpresa y vencía por 0-2 al equipo de Messi. El fichaje de Mbappé en el pasado mercado de verano había dado a los blancos una energía renovada tras varias temporadas en las que cosechaba ridículos tras desastres.

Coincidiendo con el descanso del Clásico, recibí una llamada telefónica de mi compañero Suárez:

—Andresito, ¿cómo andas? Estarás viendo el partido, ¿no? Vaya baño que está dando el Madrid… —dijo a modo de saludo.

—¿Qué pasa, Suárez? Sí, no me ha quedado más remedio que verlo. Si no, dime de qué iba a hablar el lunes en la redacción… —reconocí, más contrariado de lo que habría deseado.

—Olvidaba que eras el único bicho raro que odia el fútbol siendo periodista de la pelotita —soltó una carcajada que resonó, incómoda, en mi oído—. Oye, te llamo porque mi contacto empieza a impacientarse. Me ha dicho que, si no te interesa la historia, me lo digas para que busque a alguien con… bueno, ya sabes.

—Dile a tu contacto que no me toque las… tú ya sabes. Que no soy gilipollas. Si hubiera querido pasar el tema a otro, ya lo habría hecho, así que, por lo que sea, me quiere a mí. El lunes te digo algo.

—Quizás no seas tan ingenuo como yo pensaba… Está bien, trataré de tenerlo tranquilo —concedió—. Bueno, te dejo que empieza la segunda parte. A ver si con un poco de suerte hoy les metemos cinco.

Esa intuición del periodista de la que yo había renegado hasta entonces se puso en marcha. Si Suárez me había llamado, estaba seguro de que la desconocida no tardaría en hacer acto de presencia. No me equivoqué. Menos de media hora después, el sonido característico de WhatsApp me interrumpió, justo cuando el Madrid marcaba el cuarto. “Ya estaba echándote de menos, querida”, pensé, irónico, mientras leía el texto:

Me he permitido el atrevimiento de dejarle una nota en su buzón para el correo. Por favor, recójala sin demora. Cuando la lea, sabrá cuál debería ser su próximo paso. Mt 19, 30.

Bajé al portal y no sin asombro descubrí, efectivamente, un folio tamaño A4 perfectamente doblado en dos. Al regresar, lo coloqué en mi escritorio y encendí la luz azul del flexo. Contenía un texto, cómo no cifrado, que parecía esconder unas instrucciones numeradas. Dejé el sonido del partido de fondo para estar al tanto y me senté a tratar de desencriptar el mensaje:

OCSID EDSON OFELE TSOUG ITNAS OLOMO CANOI CNUF. 9 LA 0 LEDSA RFICS ALNOC OÑEUQ EPSAM ORTOO IRADE CEBAL EDSAR TELSA LNOCE DNARG SAMON USOCI RTNEC NOCRA CRAME DSOCS IDSOD AREVA TREUP ALNE. RABLA OTNUJ EUQOL BLED 912 OREMU NLAEM ALLSO CILOT ACSEY ERADI NEVAA LAESA JIRID. —

SENOI CCURT SNISA LAGIS: —

LACIT REVNO ICISO PNEAR UNARA LNEEV ALLAL ACZUD ORTNI. —

ODITN ESOMS IMLEN EEVAL LALRA RIGAA VLEUV Y E ALEUQ RAMSE UPSED JOLER LEDSA JUGAS ALAOI RARTN OCODI TNESN EEVAL LALER IGY S ALEUQ RAMED NARGO CSIDL ENE. —

LACIT REVNO ICISO PAARE VLOVE VALLA LYCIL CNUAR IORAN IMRET LA REWES ARBAL APALR ATELP MOCAT SAHOS ECORP LEATI PER. —

ARIRB AESAT REUPA LYCIL CLEAG IOEUQ ATSAH OSECO RPLEA TIPER JOLER LEDSA JUGAS ALEDO DITNE SNEEV ALLAL ERIGY 1 LEEUQ RAMOÑ EUQEP OCSID LENE. —

Publicado por

Javier Sánchez Bernal

Licenciado en Derecho, Máster Universitario en Corrupción y Estado de Derecho y Doctor por la Universidad de Salamanca. Líneas de investigación: Derecho penal económico, Derecho y deporte, corrupción pública y privada. Proyecto de escritor.

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