Espinas en el corazón

Este relato corresponde al desafío ‘Las cuatro caras de la historia’ del mes 2: diciembre de 2022.

Puedes consultar las reglas para participar en el desafío, aquí.

Nacer en el seno de una familia acomodada no es sinónimo de infancia feliz, al menos esa es mi experiencia. No recuerdo el rostro de mi padre, su único vestigio en casa era un viejo bastón que perteneció a mi abuelo y que mi madre guardaba por alguna razón incomprensible.

En la escuela, nunca congenié con mis compañeros: me señalaban y me dieron de lado desde el primer día y sufrí lo que entonces llamábamos bromas pesadas y hoy se calificaría como bullying. Así que, sin amigos, me encerré en mí mismo y me centré en estudiar: es algo que siempre he disfrutado y mi inteligencia especialmente preclara, unido a mi curiosidad innata, me permitía, a pesar de mi corta edad, aprehender los secretos del universo.

Recuerdo cierto día, en la hora del recreo: mi madre me había obsequiado, por todo almuerzo, con una manzana escueta y desabrida. Lo frugal de mi colación provocó las burlas de quienes me observaban como si fuera un bicho raro. Con las lágrimas prontas en el horizonte, me arrinconé en una esquina apartada del patio y abrí mi mochila. Junto a los libros, observé el prototipo: sabía que los viajes en el tiempo constituyen uno de los mayores anhelos de la Humanidad y estaba dispuesto a intentarlo.

Por supuesto, aquel intento no llegó a buen puerto, pero con aquel sueño crecí esforzándome por ser cada día mejor. Me gradué en Física y obtuve el doctorado solo dos años después, convirtiéndome en el investigador más joven de mi Universidad. Me llovían las ofertas de las instituciones nacionales y extranjeras más prestigiosas y mis investigaciones avanzaban con expectativas prometedoras.

A pesar de que el presente me sonreía, una espina o, más bien, unos ojos glaucos seguían clavados en lo más profundo de mi alma: una mirada que me ha hechizado desde aquellos duros años de colegio. Apenas me había dirigido la palabra durante la primaria y la secundaria, aunque habíamos coincidido también en el Instituto, pero al llegar a la Facultad descubrí en ella a una persona profundamente inteligente, amén de dulce, atenta y generosa. Quizás nos unió estar tan lejos del hogar o simplemente porque fui una cara conocida, pero en aquella etapa nos convertimos en algo más que amigos. Aunque nunca lo hemos conversado, estoy convencido de que, para ella, soy el hermano que nunca tuvo y yo nunca me he atrevido a confesarle que la siento de otra forma totalmente diferente.

Ahora que lo pienso… tal vez ella siempre lo ha sospechado y, por ello, intenta emparejarme con alguna de sus amigas o conocidas a la menor oportunidad; acaso busca mitigar mi sufrimiento por un sentimiento que ella no puede corresponder. Porque no: nunca hemos ido más allá, ni siquiera aquella noche en que cualquier desalmado sin escrúpulos habría aprovechado la coyuntura.

El caso es que aquí estoy, en la primera fila de la iglesia celebrando que ella se une al hombre de su vida; un hombre bueno de verdad y no puedo ser más feliz por ella. Pero, a la vez, como el ying y el yang, una punzada de dolor agudo horada cada centímetro de mi existencia. En un instante, la descubro observándome y la sonrío con sinceridad. A las personas buenas deben pasarle cosas buenas, ¿no es cierto? Eso debe ser lo que llaman karma.

Termina la ceremonia y me invade una necesidad irrefrenable de llorar. Esto debe ser lo que llaman vida.

(573 palabras sin contar el título).

Publicado por

Javier Sánchez Bernal

Licenciado en Derecho, Máster Universitario en Corrupción y Estado de Derecho y Doctor por la Universidad de Salamanca. Líneas de investigación: Derecho penal económico, Derecho y deporte, corrupción pública y privada. Proyecto de escritor.

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