¡Hoy termina el reto: “Una palabra por 30 días”! Desde el pasado 10 de mayo, he publicado un post diario con un microrrelato que contuviera la palabra correspondiente de la siguiente imagen. Por ser esta la última narración, he decidido que contendrá 500 palabras, la extensión máxima que me propuse al inicio.
Si todavía quieres participar y dejarme tus creaciones en los comentarios, o si no has podido seguir cada texto durante el mes, puedes leerlos y consultar las bases, aquí.
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Día 30 (final): 8 de junio de 2021
Palabras del día: Todas las del reto
Extensión: 500 palabras
—Un, dos, tres… ¡duerme! Andrés, ¿está conmigo? Comienza la película de su vida. Dígame qué ve.
—Soy yo, en mi infancia; debo tener unos siete años. Estoy en el aeropuerto, a punto de tomar un ascensor. En la planta superior me espera mi padre: voy a volar en avión con él por primera vez.
—¿Y cómo se siente?
—Bien, un poco nervioso, pero estoy muy emocionado.
—De acuerdo, de acuerdo. Avancemos un poco. Vamos al día en que cumplió doce años. Cuénteme qué sucede.
—Mis padres han preparado una gran fiesta e invitado a todos mis amigos. Soy muy feliz porque me han regalado, al fin, la bicicleta que tanto tiempo he deseado.
El paciente comienza a llorar desconsoladamente.
—Andrés, ¿qué ocurre?
—Mi madre. No está. El atardecer se vuelve gélido y la naturaleza del gran jardín trasero se agita. Escucho gritos por todas partes y mi padre corre hacia la piscina. Mi abuela me pide que suba con mi hermana a mi habitación y que no volvamos a bajar hasta que ella nos avise. Me asomo a la ventana y observo, en la distancia, su cuerpo inerte, como si fuese un muñeco de trapo. Mi hermana vocifera y convulsiona; nunca la he visto así.
—Trate de continuar…
—¡No, espere un momento! Me encuentro ahora en la casa de mis abuelos, frente a un impresionante retrato en madera de mi madre. Hay velas y muchas flores a mi alrededor…
No está funcionando. Debo encontrar la huella emocional de su trastorno ansioso-depresivo. Asumiendo el riesgo, he de ser más incisivo ahondando en sus recuerdos.
—Andrés, escuche mi voz. Ahora tiene usted veinticinco años. Descríbame el día de su boda.
—Mi esposa está radiante; el vestido blanco potencia el brillo de sus iris color té con limón. Mi sobrinita, de cinco años, anuncia, a voz en grito, que el sacerdote viste unas zapatillas Converse de color rojo. ¡Es épico! ¡Mi hermano no sabe dónde meterse! ¡Apenas se puede seguir con la Eucaristía por la algarabía que se ha montado!
Inmediatamente, su voz se trunca y comienza a temblar.
—Salimos de la ceremonia. Mi cuñada y la niña se montan en el coche y… y…
Andrés, mi paciente, se derrumba de nuevo. Por hoy, debo dejar de vagar de rama en rama y despertarlo o el trauma puede empeorar. El pez león (o Pterois antennata) del acuario que preside mi consulta se remueve incómodo tratando de hacerme comprender que se ha cansado de buscar la perla dentro del cofre que ornamenta el fondo. No sé; tal vez no sea muy ético reconocerlo, pero presiento que este caso tiene duende. Quisiera hacer mucho bien al pobre hombre que sufre tumbado en el diván.
—Muy bien, Andrés; lo ha afrontado estupendamente. Es suficiente por hoy. Voy a contar, regresivamente, del diez al uno y cuando chasquee mis dedos, despertará, ¿de acuerdo? Diez, nueve, ocho…
Abre los ojos, desorientado.
—Ha sido realmente intenso, pero hace progresos. La próxima semana continuaremos. ¿Le apetece a usted un dulce?