C.1-Ep.5. La confesión

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Nota del autor2: En el diario de Adriana, aparece resaltada en color rojo la transcripción íntegra de la conversación que Darío y ella mantuvieron la tarde del 14 de febrero de 2008. Se ha reproducido, aquí, el original.

Recordando la conversación del 14 de febrero de 2008…

—Vale, allá voy. Pero antes debes prometerme dos cosas —me imploró D.J.

—Tú dirás —respondí, ahora visiblemente afectada.

—Primero, que me dejarás terminar antes de irte y, segundo, que, pienses lo que pienses de lo que vas a escuchar, me guardarás el secreto. Si cumples esto, me hago cargo de tu reacción y aceptaré lo que decidas —de repente, Darío se había puesto muy serio y me miraba con un matiz de ruego y de amenaza que no me pasó inadvertido.

—Está bien… pero desembucha, que estoy en ascuas —accedí.

—No sé por dónde empezar… desde que murió David no soy la misma persona… tú lo sabes bien. Era mucho más que mi hermano pequeño y que nos dejara, así, me trastocó por completo, casi me vuelvo loco. De hecho… estuve muy cerca de abandonar la carrera y ceder a las presiones de mi padre, que me pedía que me pusiera a trabajar con él para ayudarle.

En ese momento, mi amigo comenzó a temblar visiblemente. Lo miré a los ojos, con toda la ternura de la que pude hacer acopio, y lo cogí de las manos.

—Sé que fue muy duro para ti. Por eso intenté animarte de la mejor manera que supe para que no dejaras Derecho. Me ofrecí a ayudarte en todo lo que estuviera en mi mano y me dolió mucho que lo rechazaras y te alejaras de mí —contesté, a modo de leve reproche.

—Permíteme seguir, te lo ruego. El caso es que Miguel Ángel, a partir de aquello, se esforzó por mostrarse más cercano y servicial conmigo. Hasta pareció dejar de ser ese tipo reservado y taciturno al que nos tenía acostumbrados. Le comenté mi idea de dejarlo todo y me pidió que le concediera unos días, que encontraría la mejor forma de devolverme toda la ayuda que yo le había prestado años atrás. Al cabo de una semana, una tarde, llegó a mi casa con un montón de exámenes y me aseguró que eran los que íbamos a tener en las asignaturas. “Estúdialos. Por probar no pierdes nada. Si no caen, si vas a dejar la carrera, no te importará y si son los buenos, te ayudarán a pasar el mal trago de este año. Además, aunque aprobaras por tu cuenta, no puedes permitirte que un mal año manche un expediente tan brillante como el tuyo”. Seguir ese camino fue la decisión moral más difícil a la que me he enfrentado nunca. En un principio me negué, pero acabé justificándolo y justificándome por la difícil situación que había tenido que vivir y prometiéndome, en vano, que sería la única ocasión en que recurriría a las trampas. Y, en realidad, los argumentos de Miguel Ángel no me parecieron desacertados en aquel momento…

—Espera, espera, ¿quieres decir que copiaste en tercero? —le interrumpí atónita.

—…hice trampas, sí. Y eso no es lo peor que vas a escuchar. Déjame que continúe. Aprobé todas con buenas calificaciones salvo Derecho civil, como quizás recuerdes, precisamente la asignatura de la que no había prueba, por ser un examen oral. Pero, ciertamente, era un resultado maravilloso dadas aquellas circunstancias.

—Te volviste muy callado, y brusco, tras aquel final de curso. Al menos hasta que en cuarto fuimos sinceros el uno con el otro… —sentí la necesidad de interrumpirle de nuevo, con la esperanza de que no siguiera haciéndome partícipe de una historia que se oscurecía por momentos.

—Bueno, el caso —continuó, pausado— es que ese verano de tercero a cuarto le comenté a Miguel Ángel mi deseo de estudiar Judicaturas y la decisión de mi padre, defraudado por no haber accedido a su petición, de cortarme el grifo y no seguir costeándome lo que restaba de Licenciatura y las Oposiciones. Entonces, el que decía ser mi amigo, me propuso un plan. Me citó un día en su casa, en presencia de su padre, el “reputado abogado” Leopoldo López, y entre los dos me convencieron. En realidad, Miguel Ángel y su padre lideran un negocio de distribución de drogas a mediana escala, principalmente cocaína, heroína y algunas sustancias sintéticas y querían “expandirse” al Campus universitario. Así que, el trabajo era el siguiente. Miguel Ángel, que había decidido dejar de estudiar, se mantenía matriculado en Derecho para conseguir tantos exámenes de tantas asignaturas fuera posible para que yo los vendiera a cuantos más alumnos mejor. De esas “transacciones” yo me quedaba el 80% del beneficio. A cambio, yo debía vender los “productos” de Miguel Ángel y Leopoldo a mis compradores de exámenes y otros interesados. De esa parte, me llevaba el 20%.

Mi corazón empezó a latir con furia. No podía creer lo que estaba oyendo. Noté cómo mi gesto se ensombreció y afloraron unas ganas irrefrenables de escapar de lo que sentía como una pesadilla a la que me habían invitado contra mi voluntad. Pero no dije nada. Solo comencé a llorar… Darío, conmovido, trataba de mantener la compostura, pero su voz se notaba estrangulada por la culpa.

—En fin… mantuvimos esta asociación hasta acabar quinto, el año pasado. Por eso en cuarto, a pesar de lo que pasó entre nosotros, decidí alejarme de ti. No quería involucrarte ni que estos asuntos turbios te salpicaran. Ya termino… Con lo que conseguí en los dos últimos años en la Complu tuve más que suficiente para mantenerme y afrontar holgadamente ahora el pago de la academia y las Oposiciones. Y, al licenciarnos, comencé a entender las implicaciones de mis actos. El hecho de haber estado cometiendo delitos y cómo ello podía dar al traste con mi objetivo de ser juez. Así que, cuando el verano pasado, poco antes de terminar en la Universidad, Miguel Ángel me propuso entrar en serio en los negocios de su padre, me escapé como pude. Le pedí que me permitiera alejarme de ellos hasta aprobar Judicaturas, para no levantar sospechas, y a cambio, prometí volver cuando consiga lo que me propongo… si es que lo consigo. Sé que fue una estupidez reaccionar así, pero estaba muy agobiado y no encontré mejor forma de escabullirme. Y… en resumen… eso es todo.

(Presente. Madrid, 18 de diciembre de 2017. 21:00 h. Café El Espejo).

Nunca he sido una chica especialmente sensible ni dada a los dramas. Pero no podía dejar de llorar desde hacía muchos minutos. Recuerdo perfectamente mi reacción: cuando terminó de hablar, un cúmulo de odio, desprecio, rechazo y desdén se entremezcló con unas profundas culpa y pena por no haber sabido estar a la altura de la difícil coyuntura de Darío. Quizás él me había fallado a mí entrando en ese mundo, pero, sin duda, yo lo había fallado mucho antes como compañera, como amiga y, por segunda vez en nuestra historia, como alguien que lo amaba.

En aquel momento no supe qué hacer ni qué decir… Supongo que podría haberme compadecido de él, haberle abrazado y besado; haberle protegido después de exponerse tanto al confesarlo todo. Pero en lugar de ello, me enfurecí y pronuncié aquellas palabras de las que, todavía hoy, me arrepiento: “Más que dolida, estoy decepcionada. No te reconozco. Es mejor que no me llames más. No te deseo suerte, porque no te la mereces”. Después, me levanté indignada, dejé un billete de 10 euros sobre la mesa y, sin mediar palabra, abandoné el café dando un portazo al salir.

(Fin del Capítulo 1. Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.1-Ep.4. Una lágrima

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Nota del autor2: En el diario de Adriana, aparece resaltada en color negro la transcripción íntegra de la conversación telefónica que Darío y ella mantuvieron la madrugada del 13 al 14 de febrero de 2008 y, en rojo, la de la tarde de ese día 14. Se ha reproducido, aquí, el original.

Madrid, 18 de diciembre de 2017. 21:00 h. Café El Espejo.

El estilo Art Nouveau del lugar me transportaba a aquellas tertulias de los intelectuales en los cafés de principios del siglo XX que tantas veces había soñado con disfrutar. Era un lugar mágico. En mi historia, la terraza, junto al “Pabellón” acristalado, había sido testigo de muchas charlas, confidencias, tardes de estudio y noches de novela durante los años de Licenciatura, especialmente con aquel de quien había tenido noticias aquella misma mañana. “Dios mío, D.J., ni siquiera llegué a darte mi número de teléfono personal nuevo…

Las dudas, el dolor y, por qué no reconocerlo, los remordimientos se agolpaban en mi cabeza desde esa mañana. “¡Ese malnacido! El Solucionador se hacía llamar… ¡debí denunciarle cuando me enteré de lo que se traía entre manos!

Habían pasado más de nueve años desde la última vez que nos vimos y que nos habíamos dirigido la palabra, estando sentados, precisamente, en la misma mesa que yo había escogido, en apariencia de modo inconsciente, esa tarde. Todavía recuerdo aquella tarde del 14 de febrero de 2008 como si fuera ayer. Darío me había llamado la madrugada anterior con semblante serio, con una voz más temerosa y apagada que de costumbre. Y eso era mucho decir pues, en aquellos últimos tiempos, ya no era la misma persona.

Aún después de tanto tiempo no podía reprimir una lágrima recordando aquella conversación telefónica nocturna y lo que pasaría la tarde del día siguiente…

—Hola, Adri ¿Cómo estás? —dijo, casi entre susurros, al punto en que atendí la llamada.

—Pero, D.J. ¿has visto qué hora es? —respondí, entre adormilada y molesta.

—Lo siento. Es importante ¿Podemos quedar mañana por la tarde, donde siempre? —su impaciencia rayaba la paranoia—. No te entretendré más de una hora, te lo prometo.

— Está bien. Además, yo también tengo que contarte algo. A las seis en El Espejo. Y ahora, déjame dormir, guaperas —definitivamente, nunca pude estar enfadada con él más de medio minuto—. Buenas noches.

—Gracias. Hasta mañana.

Y colgó.

Guaperas”. Esa palabra retro que utilizaba mi madre para describir a mi padre y que yo, muy a mi pesar, había reservado para D.J. desde que en 4º de Licenciatura nos dio por ser sinceros el uno con el otro.

Vaya día de San Valentín aquel… Por la mañana, había intentado hablar con Darío en un par de ocasiones. Sus palabras y, especialmente, su tono de voz, me habían dejado realmente preocupada. Pero no hubo forma. Así que a las cinco y media de la tarde ya había apurado el primer café y había pedido el segundo, esperando a que llegara mi compañero, mi amigo, mi todo

Apareció a las seis en punto, con gesto compungido y aspecto desaliñado. Se acercó a mi silla, me besó en la mejilla y se acomodó enfrente de mí, con la mirada perdida en el vacío.

—Gracias por venir… —dijo con desgana.

—De nada. Pero ¿qué te ocurre? Estás fatal —repuse, tratando de leer su mente con sus palabras.

—Tranquila, no es nada. Me dijiste que tú también tenías algo que contarme, ¿no? Empieza tú, a ver si así me inspiras —me animó, tratando de sonar convincente y despreocupado. No consiguió simular, sin embargo, ninguna de las dos cosas.

Así que, desconcertada, le relaté que había superado todas las entrevistas en el bufete Uría Menéndez, ese al que tanta ilusión me hacía incorporarme, y que me habían ofrecido un contrato como junior. Mi entusiasmo fue creciendo conforme daba detalles a mi amigo, hasta el punto de casi olvidar que el motivo de nuestro encuentro era, en realidad, eso que guardaba tras su aspecto de chico malo.

Transcurrieron unos veinte minutos hasta que hube terminado de hablar. Él escuchaba, paciente, esforzándose por esbozar una sonrisa o asentir ante cada palabra que salía de mis labios. Pero su mirada seguía clavada en algún universo muy lejano de aquel café. Por fin, me di por satisfecha y le cedí la palabra.

—Muy bien, guaperas, te toca. Cuéntame eso tan importante que no podías esperar a hoy para anunciarme —en ese momento, le miraba fijamente a los ojos, con esa sonrisa que tantas otras veces le había hecho caer rendido a mis pies.

Ese día no. La persona que estaba frente a mí, de la que no puedo asegurar que fuera mi amigo, se limitó a beber un sorbo de su té, carraspeó un par de veces y se decidió a comenzar. De haber intuido que conocer la verdad me iba a romper en pedazos, habría preferido salir corriendo antes de permitirle hablar.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.1-Ep. 3. El momento

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Madrid, 18 de diciembre de 2017. Tribunal Supremo.

Entrar en aquella sala se había convertido en el sueño de mi vida desde mucho antes de ser una joven estudiante de Derecho; fantaseaba con moverme por esos pasillos en las conversaciones con mis amigos del instituto cuando ellos solo pensaban en salir, beber, el rollo de siempre… Cuando me veían ensimismada en proyectos, solían, como mucho, darme una palmadita en la espalda y recordarme que vivía en una villa y que antes tenía que lograr salir de ahí. Pero yo estaba segura de que lo conseguiría o, al menos, de que haría todo lo posible por ello; no escatimaría en esfuerzos para lograrlo.

Y el día, tras casi diez años a las puertas, había llegado. La solemnidad de aquel lugar, de aquella fecha, se adivinaba incluso desde la escalinata de acceso al Palacio de Justicia, que vestía con elegancia el llamado Palacio de las Salesas Reales desde la primera mitad del siglo XX. Era frecuente que allegados y conocidos me mirasen extrañados cuando me escuchaban recrear detalles de aquel lugar.

—Su sueño es defender un caso en el Tribunal Supremo. Y ganarlo —decían—. Así es Adriana.

Mi mente era un hervidero de pensamientos y mi cuerpo vibraba con cada movimiento mientras me conducían hacia la Sala Segunda: “Recuerda este día, Adri. Tu vida no será igual a partir de ahora”.

—Por aquí, letrada Ibáñez. ¿Lo tiene todo preparado? —la pretendida amabilidad del funcionario me infundió, de repente, un cierto temor reverencial ante la situación.

—Preparada y dispuesta —respondí, pretendiendo ser educada, pero con un punto de insolencia que me sorprendió, incluso, a mí misma.

En apenas un par de minutos llegamos a la antesala del lugar donde habría de celebrarse la vista. Respiré hondo y conté hasta diez: era un viejo truco que me había enseñado mi padre hacía muchos años, cuando los nervios me atenazaban cuando debía enfrentarme a un examen oral.

—Controlar tus nervios te ayudará a sacar lo mejor de ti —me decía siempre—. Maneja la situación y nada podrá pararte.

Aquella frase había sido siempre una fuente de confianza para mí, pero desde el día en que mi padre nos dejó, hacía casi cinco años, aquel pensamiento pasó a ser, simplemente, el motor que me impulsaba a levantarme cada mañana.

Por fin accedimos a la sala. El color rojo, predominante, y la viva luminosidad dotaban al lugar de una majestuosidad regia. Las lámparas que adornaban los laterales y los detalles en oro de las paredes parecían testigos intemporales de la opulencia y de la rectitud del Estado español. Mirando alrededor, franqueando el espacio, podían admirarse varias columnas, que aguardaban, pacientes, con ojos de mármol antiguo y sostenían un precioso artesonado de madera que cubría el techo. Este combinaba con la amplia mesa de madera con motivos en relieve, aportando un ingrediente de elegancia reforzado por el conjunto de sillas que engalanaban el estrado, resaltando especialmente las ocho destinadas a ser el soporte de los magistrados. Pero lo que más llamó mi atención fue la lámpara de araña que coronaba la altura, como si se tratara del final perfecto para una bonita historia. Al dejarme envolver por lo que veían mis ojos estuve segura: aquella habitación había sido testigo de cientos de historias; justas o no, reales o ficticias.

Estaba lista. El esfuerzo, los sacrificios realizados, las amistades y relaciones perdidas, la soledad a la que me había visto arrastrada… todo parecía verse recompensado, en ese instante, al maravillarme ante la panorámica y aguardar a vivir el momento más importante de mi carrera y, no tengo miedo a reconocerlo, de mi vida.

 Me encontraba a punto de franquear la puerta de entrada cuando uno de los dos teléfonos móviles que llevaba encima comenzó a vibrar. Estaba en el lado derecho, así que era el número de terminal profesional. “¿En serio? ¿Justo ahora? Se me había olvidado apagar este”. Tratando de contener los nervios dejé, despacio, mi maletín de piel en el suelo, junto a mis pies y saqué el teléfono del bolsillo.

Sin apenas terminar de leer el mensaje, apagué el móvil con furia. De repente, el día más feliz de mi vida se había convertido en una tétrica pesadilla.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.