C.2-Ep.5. La encrucijada

Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.

Salamanca, 4 de enero de 2018. 03:35 h. Puente Romano.

—¡Señor, señor! ¿Se encuentra bien? —una joven se encontraba arrodillada a mi lado.

—Creo que sí, ¿dónde estoy? —balbuceé, desorientado.

—¿No sabe dónde está? Estamos en Salamanca, y está usted tumbado en medio del Puente Romano. ¿Quiere que llame al 112? —me respondió la chica, amable y solícita.

—No, no, no se moleste. Solo me he mareado un poco y debo haberme despistado ligeramente. Pero estoy bien, gracias —argüí, tratando de mostrarme seguro de mí mismo.

—¿Le llamo a un taxi? ¿Le acompaño a algún lado, señor Luque? —me indicó, entonces, con una media sonrisa.

—¿Disculpe? ¿Cómo sabe quién soy? —no podía salir de mi sorpresa…

Justo entonces reconocí la voz. Era la misma que, en mi anterior momento de consciencia, había exigido al monstruo que dejara de golpearme. A pesar de que la oscuridad nocturna estaba extendida sobre la ciudad del Tormes, pude observar, a la escasa luz del puente, a mi interlocutora. Se trataba de una chica de unos 25 años, rubia y de figura esbelta. Mediría algunos centímetros menos que yo, por lo que superaría, fácilmente, el 1,70; y no llegaría a los 65 kilos. Sus ojos azules, profundos, se entrelazaron con los míos, observándome con una mezcla de satisfacción y lástima, como si una parte de ella quisiera rescatarme y la otra, terminar de hundirme. Desiré López, la hermana pequeña de mi antiguo amigo Miguel Ángel: ese al que ya solo era capaz de llamar “el Solucionador”…

—Levántese, Darío. Y acompáñeme, deprisa. Antes de que alguien nos vea y llame a la policía —acto seguido, Desiré me ayudó a incorporarme y a caminar, pasando su brazo por detrás de mi espalda. A pesar de su aparente fragilidad, era extrañamente fuerte.

Me turbó, especialmente, la dulzura de sus movimientos y la suavidad con que acompañaba cada uno de mis esfuerzos por recuperar la compostura. Estaba siendo asistido por la hermana del responsable de todo aquel despropósito… Atravesamos el resto del Puente Romano en dirección al interior de la ciudad. Al llegar a la calle del Rector Esperabé, ascendimos por Tentenecio hasta la trasera de la Casa Lis.

—¿Está mejor? —inquirió mi acompañante, dejando de sostener, con su brazo, mi espalda.

—Sí, gracias. Ahora explícate. Dime dónde hemos estado, por qué Miguel Ángel me ha retenido y ha ordenado golpearme y qué tienes tú que ver en todo esto —exigí, visiblemente iracundo.

—No sea impaciente, Darío. Todo a su tiempo. Sigamos —me susurró, con una dulzura que resultaría arrebatadora, de no ser por el brillo desdeñoso de su mirada. Era evidente que ella disfrutaba con todo aquello. Si alguien me hubiera preguntado, no habría sabido decir si aquella mujer me amaba o estaba planeando el más cruento de los finales.

Su actitud condescendiente terminó por irritarme.

—No daré un paso más hasta que me cuentes por qué la hermana de alguien que busca hacerme daño está intentando ayudarme. Por qué, precisamente tú, has esperado a que me recuperara y ahora te muestras tan amable —noté, entonces, que mi paciencia comenzaba a agotarse.

Aquella reacción pareció divertir a Desiré. Rio ostensiblemente, aunque se contuvo y me habló, grave.

—Este no es lugar. Vayamos a la zona del Huerto de Calixto y Melibea. Allí le resolveré todas sus dudas —mientras pronunciaba cada palabra, clavaba sus penetrantes ojos azules en los míos, como escudriñando, a través de ellos, mis más profundos pensamientos.

(Fin del Capítulo 2. Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.2-Ep.4. El regalo

Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.

Lugar, fecha y hora desconocidos.

¿Dónde estaba? Había perdido, por completo, la noción del tiempo. Me encontraba sentado, en lo que parecía una silla de madera, con dos postes y una tabla a modo de respaldo. Tenía un antifaz tapándome los ojos, las manos atadas a la espalda y una pequeña bola de goma unida a una cinta impidiéndome hablar. Me dolía fuertemente la cabeza, a pesar de que lo último que recordaba era un intenso calambre en la espalda. No reconocía el lugar ni era capaz de predecir si era de día o de noche. Estaba completamente desorientado y aturdido.

Pasaron unos instantes, no pude concretar cuánto tiempo, hasta que mi mente comenzó a funcionar con normalidad. Identifiqué un fuerte olor acre en el ambiente y humedad. Conforme me recuperaba del aturdimiento, traté de poner en orden los últimos acontecimientos: las últimas sentencias que había redactado en mi estudio, cómo había salido de casa y había decidido ir caminando hasta El Alcaraván, cómo pretendía reaccionar al ver a Adriana y cómo iba a contarle aquello que me atormentaba en las últimas semanas… todo formaba un puzle irresoluble en mi cabeza, sin principio ni fin, ni coherencia.

No tenía dudas, aquello debía ser obra del Solucionador. No obstante, repasé mentalmente mis últimos casos, por si descubría otro interesado en aguarme la fiesta. Ciertamente, había varios sujetos que me habían jurado venganza, incluso alguno intentó darme un susto, pero, en realidad, nadie había dado muestras de querer llegar tan lejos y quien podía hacerlo, hace tiempo que se encuentra en una celda de aislamiento.

Tras un breve lapso de tiempo, entró en el habitáculo un hombre de complexión fuerte. Mediría aproximadamente 1’90 y no bajaría de los 100 kilos de peso. Así descubrí que en la pared más alejada a mi posición había una puerta. Con la tenue luz exterior que entró a la par que mi inesperada visita, pude hacerme una composición del lugar donde me habían confinado: una sala rectangular de unos seis metros cuadrados. Me encontraba en una de las bases, cerca de la pared. El suelo tenía unos centímetros de agua, por lo que era probable que estuviera en un bajo, o en una edificación a ras de suelo. No había ventanas y apenas pude encontrar un pequeño respiradero en el muro que quedaba frente a mis ojos.

El hombre venía solo, con un plato en una mano y un arma en la otra. Me ofreció lo que parecía un pequeño sándwich con bastante mal aspecto y un vaso de agua; acepté únicamente la bebida.  Ante el desaire, el hombre me abofeteó con fuerza y tiró la comida al suelo, pisándola con rabia.

—He prometido a mi jefe que no le haría daño, pero no me gustan los arrogantes —espetó. Tenía acento extranjero, probablemente balcánico, aunque no supe concretar su origen—. Me ha dado un mensaje para usted, escuche. Dicho esto, sacó un teléfono móvil de su bolsillo y accionó una grabación. No pude reconocer el autor, pues aparecía distorsionada: “Darío, viejo amigo. No son estas las circunstancias en las que me habría gustado ponerme en contacto contigo, pero tu imprudencia me ha obligado a improvisar. Déjala al margen de todo; esto es algo entre tú y yo. No debiste escribirla: solo pretendía que cumplieras la promesa que me hiciste hace diez años. Reconsidera tu posición y actúa con coherencia, por el bien de todos. Haz que ella se olvide de todo, que no interfiera, y me volveré a poner en contacto contigo para retomar nuestros negocios. Ahora podrás marcharte, no sin antes recibir un pequeño ‘regalo’ de despedida, por las molestias y para que no olvides los términos de nuestro contrato. Un ‘afectuoso’ abrazo”.

Terminado el audio, el esbirro del Solucionador guardó el teléfono de nuevo y me obligó a ponerme en pie. El miedo había comenzado a pasarme factura y comprobé que el sudor que recorría todo mi cuerpo se había mezclado con la orina que no había podido controlar en mis pantalones. Aquel monstruo rajó la cuerda que mantenía mis manos atadas a la espalda, dejándome libertad por unos segundos. No pude reaccionar, estaba aterrorizado. Me empujó hacia el otro lado de la sala y, en un momento, esposó mis manos a unos grilletes sobre el muro, dejándome con los brazos abiertos en forma de cruz.

No lo vi venir. Antes de darme cuenta, recibí un primer puñetazo en la boca del estómago. Aquel golpe me cortó la respiración y creí morir. Me doblé hacia adelante, presa del dolor, hasta el límite de movimiento que permitían los grilletes. El monstruo cogió mi cabeza y la empujó hacia atrás. Me golpeó en dos ocasiones más, en la zona de las costillas y terminó con un gancho de derecha en la mandíbula. Mi boca me supo a sangre.

—¡Suficiente! —dijo una voz desconocida desde la puerta desde la que había accedido mi nuevo ‘amigo’—. Solo se trata de hacerle un ‘regalo’.

Aquella voz… juraría que la había escuchado antes. No era la del Solucionador, por supuesto, pero me era conocida. Se trataba, sin duda, de una mujer: joven, pero con autoridad. No se había referido a mi antiguo compañero Miguel Ángel como “el Jefe” y el monstruo la obedeció sin rechistar. Mi último recuerdo de aquella experiencia fue un nuevo calambre en la espalda, esta vez más intenso que en la primera ocasión.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.2-Ep.3. Una llamada inesperada

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Salamanca, 3 de enero de 2018. 21:10 h. Plaza Mayor.

Aquel había sido un buen día. Tras una interesante tarde con algunos amigos de la infancia que ahora vivían en Salamanca, había llegado el momento de recuperar una historia de mi pasado y de reencontrarme con Darío; esa persona a la que, por muchos años que pasen, nunca llego a olvidar, pero a la que tampoco tenía muy claro si deseaba ver o no. No obstante, le había dado mi palabra y eso, para mí, tenía más valor que cualquier contrato o juramento. Debía reconocer además que el lugar elegido para nuestro café me agradaba. Aunque yo nunca llegué a estudiar en Salamanca, era de esos rincones que rezumaban juventud, Universidad e historia. Dejé la Plaza Mayor y caminé, con calma, por la Rúa Antigua, hasta llegar a la Casa de las Conchas y doblar en dirección a El Alcaraván.

Cuando me senté en una de las sillas de mimbre del piso de arriba, Darío todavía no había llegado, así que decidí esperar unos minutos antes de pedirme un café con leche. Al cumplirse la hora convenida, decidí comenzar sin él, pues aún sentía el frío dentro de mí tras pasar toda la tarde expuesta al viento y a la lluvia. En ese momento, un mal presentimiento recorrió mi cuerpo; un escalofrío que me estremeció de pies a cabeza.

Pasados veinte minutos desde que terminé mi café comencé a sentirme molesta primero, enfadada después. Había sido él quien había implorado por verme y, sin embargo, no se dignaba en aparecer. Convencida de que se había echado atrás, o peor aún, que todo había sido una broma inexplicable, recogí mis cosas de la mesa, pagué la cuenta y salí del local. En el preciso momento en que pisé la calle, mi teléfono personal sonó. En un primer momento, pensé que sería Darío, preparando algún tipo de excusa para justificar el plantón, así que no lo atendí. En apenas cinco minutos, recibí tres llamadas más a las que había hecho caso omiso. Me dirigí al lugar donde había aparcado el coche, contrariada, y escribí un mensaje a una amiga con la que había quedado en Béjar: “Llegaré antes de lo previsto. El impresentable con el que había quedado no se ha presentado. Te escribo cuando llegue y nos vemos”.

Me disponía a arrancar cuando recibí un aviso en el móvil, alertándome de que tenía un mensaje en el buzón de voz. Me sorprendió, pues ni siquiera sabía que lo tenía activado, así que lo escuché: “Tan terca como siempre. Tu amigo Darío ha tenido un pequeño… contratiempo y no ha podido acudir a su cita contigo. No le culpes. ¡Ah! Y permíteme un consejo: este no es tu problema; aléjate, podrías tener algo menos de suerte que tu amigo. Un ‘afectuoso’ abrazo”.

—¡Dios mío, Darío! ¿Dónde estás? ¿Qué te ha pasado? —grité, histérica, dentro del coche.

De repente, me quedé en blanco: no sabía qué hacer, a dónde acudir. En ese preciso instante, comprendí que había sido injusta… y egoísta. Ya no conocía nada de la vida de mi amigo, lo había dejado a merced del destino durante mucho tiempo y ahora pretendía volver, imponiendo mis condiciones.

Revisé entonces las cuatro llamadas perdidas, en busca de algún número o de alguna pista que me rescatara de aquel desconcierto. Nada: las cuatro aparecían reflejadas con identidad oculta… Me sentía desolada y estúpida, pero era consciente de que no arreglaría nada lamentándome en mi coche. Poco más podía hacer, por el momento. Puse en marcha mi Renault Captur y volví a Béjar. Pero no salí con mi amiga. En su lugar, me recluí en casa de mi madre, dándole vueltas a la suerte de Darío y preguntándome, angustiada, si volvería a estar con él alguna vez.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.