C.5-Ep.5. El cónclave (II)

Nota del autor: Documento de procedencia desconocida.

Colombo (Sri Lanka), 8 de febrero de 2018.

La Emperatriz hacía gala de una templanza inusitada en cualquier otro ser humano en una situación similar. Dibujó aquella siniestra media sonrisa que guardaba para actuaciones como la que se disponía a ordenar. Ni siquiera se preocupaba en ocultar la excitación que le producía tener todo bajo control; imponer su voluntad a la reunión de hombres que la acompañábamos en aquella sala oscura. Sabía que todos nosotros, víctimas y verdugos, le pertenecíamos: un leve gesto de su mano podía resultar fatal; podía cambiar las tornas y el destino de cualquier ser viviente a su alrededor.

Comenzó a hablar, disfrutando del temor que infundía cada sílaba que salía de su boca.

—No me agrada tener que desprenderme de personas que me han servido bien —recalcó esas dos últimas palabras—. No es fácil encontrar subordinados que entiendan la filosofía de esta empresa de un modo tan inteligente como ustedes. Por eso, les daré una segunda chance para que hablen… cosa que deberían hacer si la estima que les tengo no ha sido infundada —prosiguió, hablando despacio.

Delante de la mujer, arrodillados, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda por las muñecas, aquellos dos hombres se veían exhaustos. Creí descubrir, por su acento, que ambos eran mexicanos y los dos mostraban una apariencia de clase baja. El más joven, que apenas superaba los veinticinco, rezaba en voz baja, nervioso, y parecía pedir clemencia para su compañero. El sudor le recorría la frente y a duras penas era capaz de mantener la compostura. El otro, que rondaba la cincuentena, se mantenía calmo, con la cabeza erguida, como queriendo mirar, desafiante, a su captora, a través del antifaz que cubría parte de su rostro. Respirada pausadamente y parecía sopesar las opciones de salir con vida de aquel atolladero. Trató de acercarse a su acompañante, seguramente para infundirle ánimo, pero la Emperatriz lo impidió dándole un puntapié en el muslo.

—Quieto, amigo, no abuse de mi generosidad —sentenció, severa.

Esa muestra de dominio aumentó la tensión, llegando a inquietar el ánimo incluso de las personas que nos contábamos en su mismo bando. Nadie se atrevía a respirar más alto que aquella mujer. Y, ciertamente, era lógico: a pesar de que no llega a los cuarenta, su porte irradia una madurez que impone respeto y resulta atractiva a partes iguales. Por fin, el apresado más mayor, comenzó a decir.

—Usted sabe, señora, que nuestro pueblo es muy pobre. Apenas nos llega el agua corriente, y mucho menos la electricidad. La comunidad no deja de crecer, con niños desarrollándose en condiciones infrahumanas, y todo por la desidia de nuestros gobernantes, y de los cárteles. Mis dos nietos murieron, el último el mes pasado, a causa de la malaria, y apenas pudimos darles una sepultura digna —la voz del hombre se quebró y tuvo que hacer una pausa—. Nosotros no pretendimos perjudicarla, apenas modificamos a la baja algunas pequeñas cantidades de cocaína sin refinar. Hicimos cálculos y suponía un perjuicio inferior a diez mil dólares… entendimos que era un monto insignificante para usted, pero podía asegurar la pervivencia de todos durante más de un año…

La Emperatriz levantó su mano. El hombre no necesitó verlo para saber que le había interrumpido, y dejó de hablar.

—Disculpe, Ramiro, pero en mis cuentas aparece un desfase de más de dos millones de dólares. Eso no son pequeñas alteraciones a la baja —aseguró la mujer.

—Pero, señora, nosotros no nos quedamos con tanta cantidad… usted sabe que existen otros intermediarios que pudieron sustraer coca, o trucar los beneficios… —el hombre respondió, perplejo.

—Bien —concedió ella—. Y si no fueron sus hombres, ¿dónde está mi dinero… o mi polvo blanco? —la Emperatriz comenzó a impacientarse, y aquello no era bueno para nadie.

—No sé, señora… pero nosotros aumentaremos la producción, reduciremos nuestro margen, lo que usted decida —imploró el hombre mayor.

—Basta. Estás haciéndome perder el tiempo… está claro que de ustedes no voy a sacar nada.

Los dos prisioneros parecieron respirar con aquella afirmación, que habían recibido en un tono más sosegado que lo que habían escuchado anteriormente. La Emperatriz se alejó de los dos, acercándose al lugar donde mi padre y yo observábamos la escena sin atrevernos a gesticular. Me miró, inquisitiva.

Solucionador, novedades —quiso saber.

—La mercancía llegó ayer, como quedó acordado, al puerto de Barcelona. Se descargó de madrugada. Parece que no levantamos sospechas del SEMAR1 ni del SVA2. La distribución se hará por los canales establecidos y se procederá a limpiar el beneficio según lo previsto —respondí, seguro de haber cumplido con éxito el encargo.

—Perfecto, buen trabajo. ¿Y de lo demás? —en ese momento, mi padre me lanzó una mirada preocupada, de soslayo, tratando de evaluar mis próximas afirmaciones.

—El inconveniente con Desiré se resolvió como debía —mi padre continuaba rígido en su posición—. El juez y la picapleitos siguen controlados. Recibirán una visita muy pronto —sostuve, tratando de aligerar aquella conversación. Yo mismo comenzaba a sentirme incómodo en aquel lugar.

—De acuerdo, pero no lo demores más. Comienzan a molestarme… y tu inacción, a preocuparme —aquello era mucho más que una advertencia velada. Tragué saliva—. Así será, Emperatriz.

La mujer pareció quedar conforme, por el momento, e indicó a sus hombres que abandonaran sus posiciones. Los dos maromos salieron por la puerta sin pestañear. Cuando hubieron desaparecido, la Emperatriz volvió a centrar su atención en mi padre y en mí mismo. Llevábamos casi una hora en la misma postura. Mi padre temblaba, imperceptiblemente: no estaba acostumbrado a verse en tales tesituras. Yo, sin embargo, me mantenía firme: aquello no era nuevo para mí. Los dos sujetábamos sendas Glock 17 que, seguramente, habían salido de dependencias de la Policía Nacional. La Emperatriz se dispuso a abandonar la reunión, si bien, antes de cruzar el umbral de la puerta, se giró y nos miró fijamente.

—Acabad con esa chusma.

El restallido de los disparos precedió al sonido seco producido por las vísceras de aquellos dos pobres diablos adhiriéndose a las imperfecciones de la pared.

Definitivamente, la línea entre el perdón y la muerte era muy fina si la trazaba aquella colombiana sin escrúpulos.

(Fin del Capítulo 5. Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.


Aclaraciones del autor:

1. SEMAR: Servicio Marítimo de la Guardia Civil. Es el encargado de ejercer las funciones que le corresponden a la Guardia Civil en las aguas marítimas españolas y las aguas continentales. También incluye las actividades en el medio subacuático, y en particular la custodia de las costas y el control de la inmigración irregular en este ámbito. Entre sus cometidos, desarrolla tareas consistentes en la prevención y averiguación de la comisión de delitos, resguardo fiscal del Estado, conservación de la naturaleza y el medio ambiente, y control e inspección pesquera y de embarcaciones, y protección del patrimonio histórico-marítimo, entre otras de cooperación nacional e internacional.

2. SVA: Servicio de Vigilancia Aduanera. Dirección Adjunta a la Agencia Tributaria que desarrolla labores de averiguación y evitación de delitos como el blanqueo, el narcotráfico y otros ilícitos conexos en las fronteras del Estado.

C.5-Ep.4. Un grito de guerra

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Madrid, 15 de enero de 2018. 16:37 h. Juzgados de Plaza Castilla.

Había transcurrido una semana y aún no había sido capaz de enfrentar la desazón que me había dejado en el cuerpo. Nunca pensé que aquel martes, 9 de enero, iba a comenzar de forma tan insoportable.

Salía del despacho, como cada mañana, a cumplir con la primera ronda de tareas, cuando un número oculto se puso en contacto conmigo. Habitualmente no suelo atender el teléfono si no reconozco el origen, pero, en los últimos meses, los acontecimientos estaban dando al traste con muchas de mis seguridades y costumbres. Ante la insistencia al otro lado de la línea, descolgué en la tercera llamada:

—Adriana Ibáñez, Uría Menéndez, dígame —contesté como siempre hago cuando respondo en el terminal profesional, tratando de disimular la irritación por la obstinación de mi interlocutor. Me sorprendió lo que escuché a continuación. No pude percibir si se trataba de un sintetizador de voz o de una grabación producida por ordenador, pero quien hablaba no parecía una persona de carne y hueso.

—Señorita Ibáñez, espero que ahora le quede claro que esto no es una broma. Desiré López ha muerto. Su amigo Darío se encuentra en el hospital desde anoche, recuperándose de algunas heridas. Él no era nuestro objetivo, usted será la próxima si no se aleja definitivamente.

Y, quien fuera que me estaba amenazando, dio por terminado el mensaje. Colgó, dejándome con una enérgica protesta en la boca.

Llamé a Carmen Arroyo, la compañera con la que estaba llevando el último caso que nos habían asignado en el bufete, y me disculpé por tener que ausentarme de Madrid durante unas horas. Ella no preguntó, no le hizo falta para saber que algo no iba bien. Percibió la preocupación de mi voz y se dio por respondida. Carmen era una abogada junior, que había llegado a nuestro despacho hacía solo unos meses, pero en ese tiempo había demostrado sobradamente sus capacidades como letrada y su valía. Su talante despierto, siempre alerta ante cualquier vicisitud, y su discreción hacían de ella una excelente profesional. Por estas y otras razones, siempre busco trabajar con ella en los asuntos más complejos. “¡Mujeres al poder!”, me dijo justo antes de continuar con su trabajo; una frase que nos repetimos mutuamente a modo de grito de guerra.

Recuperé mi coche, que descansaba en un parking cercano y puse rumbo a Salamanca. “Guaperas, espero que te encuentres bien. Esto no podrá contigo… ni conmigo”, me repetía en voz alta para infundirme ánimo mientras volaba por la autovía.

En escasas dos horas entraba en la puerta de la habitación del Hospital Universitario donde D.J. permanecía ingresado. La habitación solo estaba ocupada por Darío, no parecía tener compañero, y él dormía, así que decidí esperar sentada en la silla al lado de su cama, procurando hacer el menor ruido posible.

Unos minutos después, este despertó y sonrió tímidamente al verme.

—Adri, ¿qué haces aquí? —pronunció, con un hilo de voz.

—He sabido, esta mañana, que estás ingresado y me he escapado para ver cómo te encuentras —respondí sin pensar, simplemente dejándome llevar. En efecto, lo siguiente que Darío quiso saber era cómo me había enterado.

Consciente de que no serviría de nada mentirle, le hablé de la llamada y de la advertencia que había recibido. Una vez que mi amigo asimiló la información, le pregunté, cauta, por lo que había sucedido el día anterior. Me contó, visiblemente afectado, cómo Desiré le había convencido para verse en el Parador y cómo, a pesar de ser consciente de que no era una gran idea, terminó por acudir. Las lágrimas resbalaron por su cara al recordar las palabras de la hermana del Solucionador sobre la verdad del accidente de David. Se rehízo como pudo y continuó: Desiré lo había llevado hasta la ventana de la habitación y posteriormente sintió una fuerte detonación, que lo hizo tambalearse y caer al suelo. No era capaz de establecer con nitidez qué había ocurrido después. Lo siguiente que guardaba en su memoria era el cuerpo de Desiré rodeado de sangre y la voz apremiante de los técnicos sanitarios que lo sacaban de allí en camilla.

No tuve valor para contarle la conversación que, la tarde anterior, había mantenido con Desiré, en la que ella me dejaba claro que iba a arrebatármelo y a Darío le faltaron arrestos para reconocer lo que me revelaban sus ojos, avergonzados. Ella había llegado hasta el final: el acercamiento entre mi amigo y la hermana de Miguel Ángel había sido mucho más íntimo que una mera noche de confesiones.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.5-Ep.3. La orden

Nota del autor: Documento de procedencia desconocida.

Bilbao, 8 de enero de 2018. 23:58 h.

Quizás fueran estragos de estar abandonando la treintena, pero cada vez me suponía un mayor esfuerzo hacer viajes de una sola noche. O tal vez solo era fruto del estrés y de los disgustos. Había llegado esa misma mañana y, hasta ese momento, ni siquiera había disfrutado de unos minutos para comer algo.

Bilbao es una de esas ciudades en las que siempre me encuentro como en casa. Su ambiente cosmopolita y la hospitalidad de su gente han resultado siempre un gran aliciente para pasar desapercibido. En esta ocasión, me había alojado en un coqueto hotel de cuatro estrellas, cerca de la plaza Indauxtu, en el corazón de la zona de Abando. Tras dejar mi pequeña maleta en la habitación que había reservado, decidí caminar hasta el casco viejo, siguiendo la margen derecha de la ría del Nervión.

Como era costumbre en cada visita, mi primera parada me llevó hasta la plaza Nueva, donde pude echar un ojo a la prensa del día tomando una caña en el emblemático Café Bar Bilbao. A pesar del frío de la noche, el bullicio todavía reinante a esas horas dotaba al lugar de color y dinamismo. Miré el reloj, aún era temprano para ir a dormir. Un paseo me vendría bien.

Probablemente, cualquier persona podrá pensar de mí que soy un monstruo: que me dedico a actividades oscuras, e incluso ilegales, que soy un indecente, un criminal, o vaya usted a saber. Pero pocas personas serían capaces de entender lo complicada que es esta vida: crecer a la sombra de una persona que se hacía ver como un respetado abogado en su relación con los demás, pero que se volvía un ser estricto, ausente de cualquier empatía y, en más de una ocasión, cruel, cuando traspasaba las puertas de casa y volvía a convertirse en mi padre. Solo comenzó a mostrarme un cierto respeto cuando acepté incorporarme a su causa y desarrollar el rol de Solucionador. Su talante se relajó y, en algunas ocasiones, llegó incluso a mostrarme un cierto afecto. Ya no sentía que llamarme hijo era una completa pérdida de tiempo…

Una vez dentro, es muy difícil salir. Mi padre me captó con dieciséis años y llegó un momento en que no sabía hacer otra cosa. Ni siquiera Natalia, la única persona que creo que llegó a quererme, pudo sacarme de esta jodida espiral. Me había vuelto un instrumento, una de las herramientas más valiosas de la familia de la que mi padre se había rodeado. Maldita vida… mi padre no es un mal hombre, pero nunca supo tomar decisiones acertadas, más allá de una sala de justicia. “Qué habría pasado si la Emperatriz nunca se hubiera cruzado en su camino…” Este era un pensamiento que venía a mi mente con demasiada frecuencia.

Pagué la consumición, ensimismado en estos pensamientos, y me dirigí, casi sin quererlo, hacia el museo Guggenheim. El diseño vanguardista de Gehry siempre era capaz de aclararme las ideas. Su característico atrio diáfano y sus curvas siempre me han fascinado, aunque en esta visita no entraba en mis planes recorrer sus galerías. Al día siguiente debía acudir, temprano, a la reunión fijada, y al terminar debía volver a Madrid cuanto antes. “Lo más importante que debo dejar claro mañana es que la mercancía debe ser recibida en el puerto de Barcelona antes de final de mes, para poder distribuirla posteriormente a través de los distintos puntos de conexión. Y es vital que la red de ‘pitufeo’ sea controlada por nosotros”, me dije mientras rodeaba la majestuosa construcción bilbaína.

Me dirigía de vuelta a mi hotel cuando una llamada al teléfono móvil que llevaba encima me sobresaltó.

Solucionador, llevo intentando localizarte más de media hora —la voz al otro lado sonaba suave y pausada.

—Al grano, M.T., no tengo toda la noche —respondí, emulando el tono de mi contacto.

—Objetivo neutralizado. Ha sido un disparo limpio, sin excesivo ruido y directo. El otro sujeto ha salido indemne, como me pediste. Quizás algunos rasguños producidos por los cristales —me informó, con diligencia profesional.

Es dura esta vida, vaya si lo es. Cumplir órdenes es la única regla. ¿El precio? A veces, traicionar tus principios; otras, deshacerte de aquellos que estorban, aunque lleven tu misma sangre.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.