C.6-Ep.5. El cónclave (III)

Nota del autor: Documento de procedencia desconocida.

Mosul (Irak), 8 de abril de 2018.

La operación llevaba en marcha más tiempo del que yo había sospechado; ya dicen por ahí que en el arte de la guerra no hay amigos. En momentos de soledad como aquel, volvían a mi memoria las palabras de mi hermana, aquel día, tres años atrás, en que terminó por ceder a las presiones de mi padre y aceptar la profesionalización de nuestros negocios.

—No me fío de esa negociadora colombiana. Padre lleva un año defendiéndola y ya ha tenido que librarse de un primer entuerto por lavarle su dinero. Deberíamos hacer algo —Desiré llevaba semanas tratando de sugestionarme para que hiciera entrar en razón a mi padre, aunque, en ese momento, yo compartía la visión de negocios de mi progenitor.

—Desiré, no insistas. Esta es una buena oportunidad para consolidar nuestra posición y ganarnos el respeto de la competencia. Seguir expandiéndonos nos ayudará, además, a mantener nuestras espaldas cubiertas —alegaba yo, siempre en tono condescendiente con ella.

—Bien, vosotros sabréis. Una cosa era salvar el negocio de padre y conseguir recursos para el tratamiento de madre, y otra convertirnos en criminales por diversión. Puede que, cuando queráis daros cuenta, sea demasiado tarde —respondía, airada—. Yo tengo la posibilidad de borrar mis huellas y desaparecer. Pero si un día vienen mal dadas estaréis avisados: me esfumaré lejos y no podréis contar conmigo…

Y ahora ella estaba muerta; rematada por una orden que salió de mi propia boca. Tuve que elegir entre su vida y mi pellejo y actué, a cambio de tener que cargar, sin remedio, con un extraño sentimiento de culpa que aparecía en mis momentos de oscuridad.

Debí atender a las recomendaciones de Desiré en vez de tratarla como si todavía fuese una niña pequeña. Ahora me veía envuelto en una maraña tejida por la ambición inagotable de la Emperatriz y la incapacidad de mi padre de renunciar al dinero y al poder que obtenía a la sombra de la todopoderosa colombiana.

Volví a la realidad sin saber muy bien cuánto tiempo había permanecido absorto en tales pensamientos. La llamada que estaba esperando no acababa de producirse y nunca he sido de los que le gusta que los planes se retrasen… Para calmar los nervios, recuperé, mentalmente, cada una de las actuaciones que, bajo el mando de la Emperatriz, habíamos ejecutado en los últimos meses: habiéndonos asegurado el control de más del 80% de la droga que sale desde América Latina hasta Europa y obteniendo réditos más que sustanciosos de algunos pequeños encargos para borrar del mapa a algunos políticos, empresarios y otros personajes influyentes en alguna parte del mundo, tanto mi padre como su socia, Verónica Mendoza, habían decidido que era hora de dar un paso más y sacar tajada de acontecimientos a gran escala.

Una fría mañana de finales de enero, mi padre se mostraba más expectante que de costumbre cuando nos vimos en una cafetería en Cádiz.

—Hijo, la Emperatriz me ha hablado de una oportunidad de intervenir en la guerra de Siria. Me asegura que, si invertimos dos o tres millones de euros en armar a los rebeldes, podríamos llegar a duplicar ganancias a corto plazo, gracias al apoyo de Estados Unidos —me dijo, confidente, mientras pedía un café solo doble con su gota de ron.

—Lo hemos hablado muchas veces. Desiré se fue alertándonos de los peligros de meternos en negocios de armas —repuse, sabedor de que mis argumentos no iban a convencerle.

—Tu hermana ya no está. Sabes como yo que ser pusilánime fue lo que desencadenó su triste final —arguyó, impertérrito—. Ten siempre presente que, para poder vivir de acuerdo a lo que te mereces, es imprescindible correr riesgos —sentenció, y comenzó a beberse el café con parsimonia.

—Prométeme que, al menos, minimizaremos las opciones de quedar expuestos —le rogué.

—Por supuesto, hijo, por supuesto…

A los pocos días de aquello me habló de nuestro nuevo paso en el rompecabezas en que se había convertido la guerra civil siria: intermediaríamos en la adquisición de componentes químicos para un comprador cuya identidad no nos fue revelada por la Emperatriz. Otro pellizco para nuestra sociedad y sin apenas intervenir; sería suficiente con servir de enlace entre comprador y vendedor… Cuando esta mañana he visto la noticia del ataque con armas químicas de ayer en Duma, no lo he dudado: ese es el trato que yo mismo cerré hace ya varias semanas.

Sonó mi teléfono móvil, devolviéndome a aquella tarde primaveral.

—¿Sí? —respondí, buscando que mi interlocutor atisbara mi enfado por la demora.

—Los equipos están sobre aviso. La Asamblea General de la ONU se celebrará el 26 de septiembre, en Nueva York. El presidente debe morir —dijo el hombre al otro lado, con la voz entrecortada. No llegué a percibir si por un esfuerzo o por la impresión que le causaba estar hablando conmigo.

El plan maestro de la Emperatriz se acaba de poner a punto: si sale bien, el devenir de Estados Unidos y, con él, del mundo entero, cambiará por completo. Si sale mal, daremos con nuestros huesos en alguna fosa común apartada de la civilización, o peor aún… en Guantánamo.

(Fin del Capítulo 6. Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.6-Ep.4. El ultimátum

Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.

Salamanca, 31 de marzo de 2018. 06:45 h.

Unos días antes de escribir esta entrada en mi diario había recibido una llamada que no auguraba buenas noticias. Una inusual cadena de dígitos me indicaba que se trataba de un número de teléfono oficial. Al descolgar, reconocí al otro lado la voz de GAL, mi peculiar conocido y contacto en el CNI.

—Luque, tenemos que vernos. La Emperatriz y ese pintamonas de Miguel Ángel están incrementando su actividad. Se están sofisticando y están ampliando sus acciones criminales. Ya no solo se dedican a la droga y otras transacciones lucrativas; tenemos indicios que nos llevan a pensar que están metiéndose en el negocio del sicariato.

Iba a mostrar mi agotamiento; a pedirle que no volviera a mencionarme nada de aquel asunto, cuando, sin darme tiempo a contestar, añadió.

—Además, debes saber que han intensificado su presión sobre tu amiga. Como no han podido doblegarla, mis informadores me dicen que la última táctica ha consistido en ofrecerle un cheque en blanco para que se incorpore, como letrada, a sus chanchullos —declaró, con tono profesional.

—Pero, ¿qué me dices? ¡Eso no es posible! —quise protestar.

—No puedo seguir hablando. Dime qué fin de semana no estás de guardia y quedamos. ¿Puedes acercarte a Madrid?

Fue lo último que me dijo antes de quedar de acuerdo para el sábado, 31, último día del mes de marzo. Aquella situación se nos comenzaba a ir de las manos, especialmente a mí, culpable de comprometer a tantas buenas personas de mi entorno.

Aquel sábado, 31, me desperté especialmente contrariado. Había dormido mal y las frustraciones de las últimas semanas se agolpaban, horadando mi paciencia. Había quedado a media tarde con GAL, pero planifiqué probar suerte y tratar de encontrarme con Adriana por la mañana. Reconozco que todo aquello me estaba volviendo paranoico, hasta el punto de que no avisé a mi amiga de mi visita. No quería darle tiempo a que se preparara ningún discurso.

Quería llegar a la capital a media mañana, así que madrugué y cogí mi coche. Conduje con violencia, presentándome en la puerta del bufete de Adriana en poco más de dos horas. Si algún efectivo de la Guardia Civil me hubiera interceptado durante el trayecto, me habría quedado sin permiso de conducir y, a buen seguro, habría terminado de arruinar mi ya maltrecha carrera en la magistratura.

Madrid-Fuenlabrada, 31 de marzo de 2018. 10:10 h.

Pregunté en la recepción el paradero de mi amiga, sin tener la seguridad de si había acudido a trabajar en fin de semana. En efecto, allí estaba. El chico que me atendió me dio indicaciones y, sin pensármelo dos veces, me acerqué a su despacho. Ella se sobresaltó al verme, no sé si por mi deplorable aspecto o por mi duro gesto de “tenemos que hablar”. Ella comprendió y me devolvió una mirada repleta de seguridad.

Guaperas, ¡qué grata sorpresa! —exclamó, sonriendo.

—Hola, Adri. Pasaba por la zona y me he acercado a saludarte —mentí, en parte para que sus compañeros no se percataran y en parte debido a la sorpresa por su saludo. Ella, evidentemente, no se lo creyó, pero me siguió el juego.

—Siempre tan galán. Ahora me pillas un poco liada, pero, si puedes esperarme un par de horas, comemos juntos —propuso, lanzándome un guiño de inteligencia.

—Eh… sí, claro. Me parece un gran plan. No te molesto más, avísame cuando salgas y paso por aquí a buscarte —repliqué dispuesto a marcharme.

A punto estaba de salir del edificio cuando Adriana me envió un Whatsapp. Se disculpaba por haber tenido que precipitar que me fuera, pero me aseguraba que tenía la sensación de que una de sus compañeras, una joven abogada recién llegada, monitorizaba sus movimientos. Y no estaba de más ser cautos. Contesté a su mensaje proponiéndole comer en Fuenlabrada, así podría acercarme a ver a mis padres y alejarnos de Madrid para hablar con más tranquilidad. Accedió y me dijo que me avisaría cuando llegara.

Mi madre presentaba peor aspecto que la última vez que la vi. A los síntomas que ya arrastraba desde hacía un tiempo: cansancio, debilidad muscular y mareos, ahora se sumaba un alarmante temblor en las manos y falta de coordinación. Apenas era capaz de mantenerse de pie. Los médicos no se ponían de acuerdo en el diagnóstico, aunque tales síntomas apuntaban hacia la esclerosis múltiple. Mi padre estaba muy apagado. Apenas se dirigió a mí cuando fui a abrazarle. Me correspondió con un leve asentimiento de cabeza y continuó viendo, embobado, la televisión. Traté de preguntarle por la evolución de su mujer, pero de su boca salió un “está como la ves”.

Abandoné mi casa, desolado por el panorama que me había encontrado y prometiendo a mi madre, no muy convencido, que iría a pasar tiempo con ellos más a menudo. Adriana me esperaba a la entrada del Parque del Olivar. No dijo nada, me sonrió veladamente y me cogió de la mano. Me llevó hasta un espacio apartado, se cercioró de que no se veía a nadie alrededor y se situó frente a mí. Movió los labios y fui capaz de leer, nítidamente, un confía en mí. Después, decidida, arrancó a hablar, en un tono confidente, pero con un volumen para nada disimulado.

—D.J. Esto está llegando demasiado lejos. Estoy pasando miedo. Toda mi vida se está tambaleando… mi trabajo, mis relaciones sociales, todo. Desde hace unas semanas estoy que no doy una. Y me rindo… El otro día, tu amigo Miguel Ángel vino a verme y puso precio a mis servicios como letrada. Solo me pidió que te convenciera para unirte.

A pesar de estar prevenido, sus palabras me dejaron estupefacto.

—Voy a pedirle una buena suma. Piensa cuánto podríamos hacer con ese dinero. Yo dejaría el infierno de Uría Menéndez y tú podrías llegar a donde siempre quisiste. Si aceptas, te prometo que la mitad de lo que me paguen será para ti —en ese momento, Adriana y yo volvimos a transportarnos a nuestros años de Facultad, a cuando nos comunicábamos a través de nuestras miradas. Me animó a escandalizarme.

—¡¿Pero se puede saber qué coño te pasa, Adri?! —bramé—. ¿Te has vuelto loca? ¡Esa escoria te utilizará y, cuando ya no le sirvas, te dejará tirada… o algo peor!

Ella fingió encolerizarse y agrietó la voz.

—¡Lo único que sé es que, desde que volviste a mi vida, no has hecho más que joderla! Sinceramente, ahora mismo, no encuentro diferencia entre ellos y tú. ¡Debiste guardarte tu mierda para ti solito! Mira, Darío… No sé si esto será buena idea o no, pero tampoco estoy segura de que lo sea permanecer a tu lado. Mientras les responda, me protegerán. Saben lo que valgo. Yo me voy con ellos, tú sabrás lo que haces… pero, si no me acompañas, no sé cuánto tiempo podré mantenerlos alejados de ti.

Adriana, de repente, parecía confesar con su corazón en la mano. Me miró fijamente, tratando de llegar a lo más profundo de mi alma a través de sus ojos. Hacía mucho tiempo, pero no había duda. Lentamente, me acerqué, valorando los pros y contras de cada una de mis acciones. Clavamos nuestros ojos el uno en el otro, entrelazándolos, y creí advertir una sonrisa de complicidad en su rostro. Hacía tanto tiempo…

Abandoné mi conciencia y dejé que mis sentimientos, tantos años sepultados, afloraran y actuaran por mí. Aquel dulce instante en el que mis labios rozaron los suyos supuso volver a tocar el cielo con mis dedos; volver a sentirme pleno, dichoso, invencible. Pero aquel paraíso apenas duró unos segundos. Ella, con un desdén que no logré descifrar si era real o simulado, me apartó y retrocedió un par de pasos.

—Venga ya, Darío. Déjate de cuentos. Yo ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. He tratado de alertarte, ahora… tú decides, ya eres un adulto. Me voy, pero antes, por favor, dame la dirección de correo electrónico de Miguel Ángel. Él me ordenó que te la pidiera —sentenció, derrotada.

Saqué mi smartphone y busqué la condenada dirección del Solucionador. Después, ella se despidió y me observó una última vez. Esta vez fui yo el que hablé en un susurro y, al punto de hacerlo, me maldije por haber abierto la boca.

—Mierda, te quiero…

No sé si ella llegó a oírme o ya estaba demasiado lejos. Y, a pesar de no haber comido nada, la tensión hizo que se me revolviera el estómago.

Unos metros más allá, escondidos a la vista de cualquiera, pero con una panorámica perfecta de la escena, unos ojos vigilaban lo que acababa de acontecer. Cuando la chica desapareció, una mano abortó una llamada que estaba a punto de realizar.

(…)

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Madrid, 31 de marzo de 2018. 23:11 h.

6.4_1

 

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.6-Ep.3. La estrategia

Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.

Madrid, 15 de marzo de 2018. 22:25 h. Despacho Uría Menéndez.

Algo no cuadraba en todo aquello. Hasta hacía un par de meses, todos los contactos que Miguel Ángel y su entorno habían tenido conmigo se habían caracterizado por su tono amenazador. Y, de repente, pretendía que me incorporara a su entramado delictivo. ¿Se habría puesto nervioso? ¿O habría recibido órdenes de alguien más arriba para tenerme controlada? Sea como fuere, era evidente que Darío y yo nos estábamos enfrentando a algo más que a un sujeto peligroso.

Miguel Ángel… López Brey. Recordé sus apellidos de los años en que compartimos clases. No estábamos muy alejados el uno del otro en las listas de alumnos. Realicé una búsqueda en Google: nada. Ni redes sociales ni noticias. Amplié la búsqueda, introduciendo algunas palabras clave. Simplemente encontré una noticia en la versión digital de un diario antiguo una referencia a un joven que había ganado un pequeño torneo de ajedrez, hacía casi 20 años. En efecto, era el chico de la foto, pero de aquella información no pude sacar nada de interés. No dejaba de resultar extraño que alguien pudiera ser un fantasma digital en pleno siglo XXI, pero imaginé que alguien de su organización se encargaría de borrar el rastro, tal vez la maltrecha Desiré.

Debía seguir profundizando en el lodazal de aquella familia si quería conocer la magnitud de los riesgos que estaba valorando correr. Me vino a la mente alguna antigua conversación entre Darío y Miguel Ángel en el que este último le mencionaba el bufete de su padre: López Rivera y Asociados. Trasteé de nuevo por la red, incidiendo en la información contenida en la web del Colegio de Abogados. Más allá de lo referido en su portal corporativo, nada de valor. Algunas colaboraciones con agrupaciones profesionales y diversas ONG, a buen seguro para publicitar su propia marca. Estaba a punto de desistir cuando encontré una noticia de 2014 en la que el nombre de Miguel Rivera aparecía vinculado al de Verónica Mendoza Suárez, la archiconocida Emperatriz de Medellín.

Según pude leer, Miguel López Rivera figuraba como abogado de la negociadora colombiana, quien ha sido relacionada, en diversas ocasiones, con los cárteles de su país y el narcotráfico. Fue acusado por blanqueo, pero la información no indicaba que hubiera sido declarado culpable, por lo que supuse que se había librado.

Comprendí cuál era mi siguiente paso. Si finalmente iba a infiltrarme en la organización y tratar de desmontarla desde dentro; si buscaba proteger a mi amigo metiéndome en la boca del lobo, debía hacerlo sola. Pero tampoco debía pecar de imprudente, alguien debía velar por mi seguridad, o cuanto menos, conocer mis planes. Me puse en contacto con el comisario principal de la Policía Nacional Zúñiga de Román, antiguo jefe de la UDYCO1. Sabía que lo habían destinado a un puesto de mayor responsabilidad, pero confiaba en que todavía residiera en Madrid. Quedamos en vernos esa misma tarde, aprovechando un hueco que ambos logramos encontrar en nuestras agendas. Me sorprendió el interés del comisario Zúñiga por encontrarse conmigo, aun sin haberle comentado nada de mis intenciones. Le había pedido hablar en persona, era más seguro. Era un viejo amigo, compañero de batallas en mi época como abogada de oficio. Él era el comisario en el distrito de Madrid-Retiro, yo una letrada joven a quien pasearme por las dependencias policiales todavía imponía un cierto respeto. A pesar de su puesto, fue conmigo una persona cercana; siempre tuvo para mí una palabra de aliento y supo separar lo personal de lo profesional cuando nuestras opiniones o roles nos enfrentaban. En más de una noche de declaraciones, aparecía en la sala de interrogatorios con un café del bar de la esquina. Fue, sin duda, un padre, o un hermano mayor, como me gustaba agasajarle, para mí. Perdimos el contacto cotidiano cuando pidió el traslado del distrito Madrid-Retiro, pero siempre guardé con él una amistad especial.

Zúñiga de Román me había invitado a tomar café en su casa. Cuando llegué a su urbanización, me sorprendí por el esplendor que rodeaba la zona. Localicé su portal y llamé a su domicilio. Una voz de mujer me respondió y me animó a subir. Su esposa me esperaba en el zaguán de la puerta con una amplia sonrisa. Me ofreció algo de beber y acepté un refresco, mientras mi viejo amigo terminaba de arreglar unos asuntos en el despacho de su casa. Emiliano Zúñiga apareció vestido con un elegante traje, que realzaba su ya de por sí imponente imagen.

—No sabía que debía venir arreglada —bromeé. Emiliano rio, fuertemente, dejando entrever una cuidada sonrisa, a pesar de su edad. Debía estar cerca de la jubilación.

—Esto es lo mínimo si me visita la abogada más prometedora de Uría Menéndez —parecía que estaba al tanto de mi desempeño profesional. Primero Miguel Ángel y ahora él, ¿mi carrera se había convertido en un hecho de dominio público?

Laura, la esposa de Emiliano, nos acompañó a una larga mesa situada en el fondo del lujoso comedor. Nos sentamos uno al lado del otro y ella nos sirvió el café. Tras preguntarnos si necesitábamos algo, le indicó a su marido que se iba a ver la televisión a su habitación y nos dejó solos. En los minutos siguientes, puse al día a Emiliano del motivo de acudir a él: le hablé de Miguel Ángel y del chantaje al que nos estaba sometiendo, tanto a Darío como a mí. Sin embargo, omití algunos detalles, en especial los relacionados a la desaparición y presumible muerte de Desiré. Quería guardarme algunas cosas para investigarlas por mi cuenta. Tampoco profundicé en la relación entre D.J. y el que se hace llamar el Solucionador

El comisario Zúñiga escuchaba mis palabras, atento, y, de vez en vez, tomaba alguna nota en un cuaderno que su mujer le había acercado cuando nos trajo el café. Expuesto el caso, le hablé, para terminar, de Miguel López y de su imputación por blanqueo de capitales. Nada más escuchar esto, Emiliano me interrumpió.

—López Rivera, el abogado de la Emperatriz de Medellín. Cómo no conocerlos… —me dijo, y me sostuvo la mirada, preocupado—. Tuve que darme con ellos en numerosas ocasiones durante el tiempo en que dirigí la UDYCO.

Era entonces, o nunca. Le expuse al comisario que Miguel Ángel me había ofrecido una cantidad de dinero en blanco a cambio de convertirme en su abogada, y la de su familia, y con el mandato de reclutar a Darío para la causa. Le comenté, tratando de mostrarme lo más convencida posible, mi intención de aceptar el ofrecimiento e incorporarme a su organización. Me había propuesto a mí misma que debía encontrar pruebas que ofrecer, después, a la policía y que ayudaran a desarticular el entramado. A cambio, quise saber si ellos podían brindarme algún tipo de protección.

—Adriana, no puedes ir por libre. Las cosas no pueden hacerse así —me reprendió, utilizando un tono más elevado de lo que le habría gustado. Se disculpó y trató de serenarse—. Escucha, hablaremos con la Fiscalía y coordinaremos un operativo con un agente encubierto. Mantengo buenos contactos en la UDYCO; cuentan con efectivos altamente preparados. Tú ya has hecho más que suficiente, tu aportación es de gran ayuda; ahora deja que seamos nosotros quienes nos ocupemos…

—Emiliano, sabes tan bien como yo que la oportunidad de infiltración en esa organización criminal lleva mi nombre, por mi amistad con Darío, que es el objetivo principal. Si no lo hago yo, esa puerta se cerrará —repuse, algo molesta por el cariz paternalista que había adoptado la conversación—. Estoy de acuerdo en contar con la Fiscalía, entiendo que son ellos los que deben autorizar la recepción del dinero y quienes deben gestionarlo, pero he de ser yo quien me involucre en esta operación. No me exigen abandonar Uría Menéndez, así que, aunque me tendrán vigilada, tendré una vía de escape para manteneros informados en todo momento.

—Está bien, está bien —concedió—. Pero dejemos la planificación por hoy. Mañana llamaré a mis compañeros de la UDYCO y a la Fiscalía Antidroga. Nos reuniremos con ellos y solo si contamos con el visto bueno de todos, pondremos esta locura en marcha, ¿de acuerdo? Ahora, vayamos con Laura a tomar unos pinchos. Tenemos muchas cosas que contarnos.

Accedí encantada. Me prometieron llevarme a un lugar encantador de aquella zona de Madrid. Quién me iba a decir a mí que aquella tranquila tarde me convertiría en una jugosa presa, a punto de caer en la boca del lobo.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.


Aclaraciones del autor:

1. UDYCO: Unidad Central de Droga y Crimen Organizado. Policía Nacional. Se trata de una Unidad, integrada dentro de la Comisaría General de Policía Judicial que tiene, como funciones principales, la lucha contra el narcotráfico, a nivel nacional e internacional, tanto impulsando planes de actuación, como realizando operaciones de investigación y control, recepción y operatividad de entregas vigiladas, etc.; así como se encarga de colaborar en actividades formativas y capacitadoras en materia de drogodependencias.