C.7-Ep.5. El cónclave (IV)

Nota del autor: Documento de procedencia desconocida.

San Antonio, Texas (Estados Unidos), 25 de junio de 2018.

Un calor sofocante se filtraba entre las roídas persianas de aquel motel de carretera. Me había desplazado a Estados Unidos una semana antes, con la intención de cerrar varios negocios relacionados con la compraventa de armamento químico y militar, pero los acontecimientos de los últimos meses, junto con el aumento de la presión del gobierno norteamericano para detectar y sancionar el tráfico ilícito, habían aconsejado posponer las transacciones para más adelante, en otro lugar alejado de la influencia del poderoso presidente yanqui.

Así que, precisamente por ello, la excéntrica figura del mandamás republicano se había convertido en el plato fuerte y único de mi visita al continente americano: la Asamblea General de la ONU de septiembre estaba cada vez más cerca y quedaban todavía muchos elementos de la planificación por pulir.

Desde que mi padre se asoció de forma permanente con la Emperatriz, había aprendido que, por mi propia seguridad, era mejor no preguntar más de la cuenta. Mi cometido, recalcado por la negociadora y traficante colombiana, era coordinar y ejecutar las estrategias y dar forma, sobre el terreno, a los distintos proyectos ideados por ella y consentidos por mi progenitor. Sin embargo, en esta ocasión, la encomienda me estaba generando demasiadas incertidumbres; excesivos puntos oscuros para un exiguo beneficio en caso de éxito. No se me escapa que, desaparecido el magnate, las fronteras estadounidenses se relajarán. Además, todo vuelco político, y más si ocurre en la nación más poderosa del mundo, tiene consecuencias impredecibles que, de saberse aprovechar, pueden resultar muy ventajosas.

La operativa estaba en marcha desde hacía casi un año: el equipo de respuesta técnica que yo mismo había creado para esta misión había barajado las distintas opciones para llevar a término la labor, desde un accidente a un envenenamiento casual, pasando por el clásico disparo a quemarropa. Para tomar la mejor decisión, tuvimos que tener en cuenta todas las circunstancias en que desarrollaríamos la acción: la espectacular puesta en escena de seguridad que, sin duda, se desplegará en las septuagésimo terceras sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, a la que habrá que sumar la seguridad pública, encabezada por el Servicio Secreto, y privada de que gozará el presidente. También hemos de elegir cuidadosamente el momento en el que ejecutar la estrategia y hacerlo con precisión; un mínimo error daría al traste con el objetivo y, probablemente, nos regalará un final poco agradable…

Muchos son los interesados en que nuestro trabajo resulte a la perfección, algunos de ellos líderes de países cuya animadversión por la administración gringa roza lo patológico. Y esta circunstancia, lejos de lo que pudiera parecer, no nos ayuda en nada. Si nuestros propósitos se cumplen y triunfamos, ninguno nos facilitará decididamente los medios necesarios para alejarnos de la sombra de la nación más poderosa de la Tierra, de su CÍA, de su FBI o de su NSA; solo se aprovecharán del resultado, y, si por el contrario fracasamos, serán los primeros en señalarnos para alejar el foco de la responsabilidad de sus podridas cabezas. Esto es lo duro de este trabajo: siempre estás solo. Y más si te propones dar un vuelco a la estabilidad mundial.

Caía la tarde, dando paso a una despejada noche de lunes, en el downtown de San Antonio. Había reservado entrada para un espectáculo que estaba en boca de todos en el Woodlawn Theater, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad. Después, una merecida cena en el restaurante Cured, una de las mejores opciones para degustar la comida americana moderna. Y lo mejor de la velada, sería la compañía: unas horas antes, había conseguido localizar a Mariana Torres, una vieja amiga oriunda de Tijuana, pero que había decidido establecerse en la capital tejana una década atrás. Me acompañaría al teatro, a la cena y a la velada posterior y, según me había asegurado, el resto de la noche correría de su cuenta. No era descabellado pensar que terminaríamos sin mucha ropa encima, brindando con un champán caro, en una suite de lujo de alguno de los mejores hoteles que albergaba la metrópolis. Sin duda, Mariana era de esas personas que sabían exactamente qué hacer para divertirse…

Estaba inmerso en esos pensamientos cuando saltó en mi teléfono móvil una alerta por correo electrónico recibido. Estaba en un viaje de negocios y, debido a ello, me sentía en la obligación de revisarlo y contestar, aunque sabía que nada bueno presagiaba el que alguien contactase conmigo en aquella cuenta de e-mail. Perezoso, recuperé mi celular del bolsillo, introduje la contraseña y procedí a la verificación por huella dactilar y por el iris de mi ojo izquierdo. Fuera quien fuera, no estaba dispuesto a que arruinara la que seguro sería una gran noche.

Me cortó, de súbito, la respiración el ver quién me estaba escribiendo, y, más aún, leer el escueto mensaje que se revelaba en mi pantalla:

Solucionador, a tu padre y a ti se os acaba el tiempo. No se me conoce por la paciencia. Este es el último aviso.

(Fin del Capítulo 7. Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.7-Ep.4. La verdad

Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.

Salamanca, 18 de mayo de 2018. 10:53 horas. Juzgados.

La joven periodista mostraba un semblante tranquilo, aunque realmente inquietante. La invité a entrar y tomar asiento. Sonrió tímidamente y me escrutó con una mirada que me resultó extrañamente familiar. A pesar de su aire distraído, era evidente que la señorita Olivares retenía cada detalle de mi despacho en su memoria. En un par de ocasiones, fijó la vista en dos puntos que no supe identificar y pareció grabar algún pensamiento como pie de foto de aquellas instantáneas. Me senté en mi silla y esperé a que la visita tomara la iniciativa; era ella quien tenía algo que decir.

Desplegó un pequeño ordenador portátil con pantalla giratoria y comenzó a escribir a una velocidad endiablada. Diría que aquella chica era capaz de escribir tan rápido como yo hablaba. Cuando terminó de teclear volvió hacia mí la pantalla para que pudiera leer.

Gracias por recibirme, señor Luque. Como le decía, soy periodista. Actualmente, trabajo para elobservadorinquieto.com, un medio digital que busca indagar y esclarecer determinados casos que pasan desapercibidos para los medios tradicionales y para la sociedad en su conjunto.

No necesité más datos para comprender que la periodista venía a hablarme de Desiré y del episodio que compartimos en el Parador.

—No conozco esa web —sostuve, a la defensiva—, pero supongo que no habrá venido a conocer mi opinión sobre su trabajo. Usted dirá qué se le ofrece.

La mujer continuaba observándome con detenimiento mientras yo hablaba, con una mezcla de dulzura y seguridad, disfrutando del control de la conversación, a pesar de no pronunciar palabra. Antes de volver a escribir, una leve sonrisa cómplice, más valiente que la primera que me dedicó, asomó en su rostro; había leído mi lenguaje gestual a la perfección.

No quisiera que estuviera a la defensiva conmigo. Comprendo que ya ha adivinado que vengo a hablarle de la señorita Desiré López y de las extrañas circunstancias que rodearon a su desaparición. No le voy a acusar de nada: tras mi investigación me ha quedado claro que usted es, también, una víctima de lo que sucedió en el Parador. Solo deseo que me responda unas preguntas y me cuente lo que sepa. Seguro que usted es el más interesado en llegar a la verdad. Querrá saber qué le ocurrió a su amante…

Su última frase me desconcertó. ¿Cómo que ‘mi amante’? ¿De dónde se sacaba aquella entrometida que Desiré y yo éramos tal cosa? ¿Estaba lanzando un farol o acaso sabría lo que había pasado entre nosotros minutos antes del disparo y estaba buscando que yo le confirmara su sospecha? “Mierda, tengo que ir con pies de plomo con esta tía”. Todas mis alarmas se encendieron.

—No sé de dónde se saca usted que Desiré y yo éramos amantes —repuse, tajante—. Pero nada más lejos de la realidad. Ella solo me utilizó, a su conveniencia, hasta el mismo momento en que…

La señorita Olivares escribía en su portátil a toda prisa mientras yo me explicaba.

—…desapareció. No quisiera parecer descortés, pero, por lo que presumo, no hay nada que yo pueda decirle que usted no sepa o intuya ya. La he recibido con mi mejor ánimo, pero tengo mucho trabajo, así que si me disculpa… —el nerviosismo comenzó a sustituir a la educación en mis palabras y la chica parecía sentirse en extremo a gusto con el fastidio que me provocaba todo aquello.

Lamento si mi comentario le ha incomodado, pero le pido que no se impaciente, señor Luque. Todo a su tiempo. Pronto entenderá que estoy de su parte. Por favor, sigamos: dígame qué recuerda de los momentos previos y posteriores al disparo”.

No había duda: la persona en frente de mí sabía perfectamente lo ocurrido aquella noche junto a la ventana de la habitación. Así que, obviando los detalles íntimos, a pesar de la insistencia de mi interlocutora en conocerlos, le relaté cómo Desiré me había persuadido para vernos; cómo había descargado su culpa por su papel en la muerte de mi hermano y cómo me había asegurado que su vida, a partir de ese instante, también corría peligro.

Lo que no comprendo, señor Luque, es por qué Desiré le llevó hasta la ventana. ¿No hubiera sido mejor que se quedaran al otro lado de la habitación?”, había escrito la periodista en respuesta a mis últimas palabras.

—Pues honestamente, no sé qué responderle a eso —admití—. Obviamente, no creo que ella pusiera en riesgo, conscientemente, su propia vida, así que, o bien desconocía que alguien estaba acechándonos, o bien el objetivo era yo y el francotirador falló.

¿Y dice que no recuerda nada tras el disparo?

—Ya le he dicho que solo soy consciente de un sinfín de cristales rotos que se me clavaban. Caí de espaldas y sentí un fuerte golpe en la nuca. Creo que me desmayé. Me viene a la memoria, vagamente, que los servicios sanitarios me sacaron en camilla de allí y juraría que el cuerpo de Desiré aún estaba en la escena cuando me llevaban, pero no podría asegurarlo —expuse, demasiado cansado de aquel tema como para seguir molesto ante tanta pregunta.

Interesante… esto confirma alguna de mis sospechas. Creo que estoy en disposición de asegurarle que, si bien quien disparó pretendía matarle a usted, el desenlace de los acontecimientos tampoco le supuso contratiempo alguno.

—¿Me está diciendo que Miguel Ángel, la Emperatriz y demás calaña no son quienes estuvieron detrás de lo que sucedió aquella noche? —inquirí, incrédulo.

No ponga en mí palabras que no he dicho… o, más bien, escrito, jaja.”

—No le veo la gracia, señorita Olivares —respondí, ya sin rastro alguno de serenidad.

Veo que el humor no es su fuerte, señor Luque. Por favor, mantenga la calma. Creo que le satisfará saber lo que he averiguado.

—Estoy impaciente, ilústreme —dije, sarcástico.

Disculpe, pero hoy soy yo quien hace las preguntas. Usted ya me ha aclarado todo lo que yo necesitaba despejar. Ahora debe decidir si confía en mí y si me permitirá que resuelva esto con usted… y con la señorita Ibáñez, por supuesto.

Con el transcurrir de la apresurada entrevista, fui encontrándome más cómodo a la hora de hablar, pero, a la vez, aumentaba mi convencimiento de que mantener aquella conversación se estaba convirtiendo en el peor de los presagios.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.

C.7-Ep.3. Una oscura investigación

Nota del autor: Del diario de DARÍO LUQUE.

Salamanca, 18 de mayo de 2018. 10:41 horas. Juzgados.

De nada servía negarlo, solo conseguía engañarme. La desaparición de Desiré me había afectado más de lo que me gustaba reconocer. No saber qué ocurrió realmente después de nuestro último encuentro me nublaba el juicio y me impedía avanzar. Incluso habiendo desaparecido, yo seguía sintiendo una atracción fatal por aquella mujer rubia de ojos azules.

¿Qué pasó realmente con ella? ¿Dónde está su cuerpo?”. Tales dudas bombardeaban mi cabeza de manera incansable en los últimos días. En nuestra última conversación, Adriana me había mostrado su extrañeza porque, en los diarios del día posterior a la cita que mantuve con la hermana de Miguel Ángel en el Parador, no se había dado apenas repercusión a los desgraciados hechos que allí ocurrieron. Repetí la búsqueda, si bien siendo consciente de que, si mi amiga no había encontrado rastro, es porque este no existía. En efecto, salvo un par de notas en diarios digitales locales, absolutamente nada. Recompuse mis recuerdos, en busca de alguna pista que me permitiera colocar aquella pieza del desgraciado rompecabezas en que se habían convertido mis últimos meses. Rememoré nuestra intimidad, y cómo ella, en un momento, me guio hasta la ventana. Allí, tras aliviar su maltrecha conciencia confesándome qué hubo detrás de la muerte de mi hermano, alguien la disparó. Un francotirador, sin duda. No era posible llegar hasta nosotros de otro modo. Después, el desastre, y su cuerpo cubierto de sangre mientras ella caía fulminada al suelo. Aquellos sucesos se mantenían nítidos en mi memoria, pero eran muchas las preguntas que todavía no habían encontrado respuesta: “¿Por qué me llevó a la ventana si sabía que podían dispararnos? ¿Sería porque no sabía que estábamos siendo vigilados? ¿Acaso el objetivo real era yo y el francotirador falló?”.

Desde luego, con la experiencia que había acumulado con la familia López, no parecía posible que Desiré no supiera que estábamos siendo observados, ni tampoco se arriesgaría a acercarse a la ventana si hubiera sospechado que su propia vida corría peligro. Así pues, la opción más plausible era que el destinatario de aquella bala fuese yo mismo. Pero, si estaba en lo cierto, ¿cómo era posible que un francotirador que había acertado el disparo a una distancia más que considerable se equivocara de sujeto? Y, en todo caso, ¿por qué aquel acontecimiento apenas había tenido repercusión mediática? La prensa, tan ávida de jugosas noticias, no había prestado demasiada atención a aquellos hechos. Fuera como fuese, en todo aquel enigma quedaban muchas incógnitas por despejar.

Ante tal parquedad de información, decidí personarme y hacer indagaciones en el Hospital Universitario de Salamanca, por si podía localizar a los técnicos en emergencias sanitarias que acudieron al Parador a socorrer a Desiré, o bien a los médicos que la atendieron a su llegada al centro hospitalario. Nuevo movimiento infructuoso: nadie del servicio de ambulancias recordaba haberse desplazado a la habitación en que yo me encontraba ni nadie me identificó; por supuesto, tampoco ninguna paciente que encajaba con la descripción que proporcioné había ingresado de urgencia aquella noche. ¿Qué más podía hacer? Cabía la posibilidad de sondear hasta dónde sabía la Policía, pero un movimiento en falso podía alertarlos y animarlos a empezar una investigación, lo cual complicaría las cosas. Lo más prudente era dejarlos al margen, hasta agotar otras vías.

Volví a los Juzgados, frustrado y meditando. No podía creer que a Desiré se la hubiera tragado la tierra. Me disponía a entrar en mi despacho cuando una de las funcionarias del despacho de al lado me alertó de que alguien me esperaba. No tenía concertada ninguna reunión y no era día de programación coordinada, por lo que, tras beberme de un trago un café de la máquina de al lado, me dirigí a comprobar quién era. Una chica joven, de unos veintitantos, con el pelo castaño muy corto y los ojos grises se levantó de la silla situada frente a mi escritorio y me tendió la mano. Al acercarse a mí noté una pequeña cojera de la pierna izquierda. Me sonrió, revelando una casi imperceptible parálisis en la parte izquierda del labio inferior, y me mostró una tablet de última generación en la que había escrito un escueto mensaje.

Señor Luque, disculpe que me presente así, pero tengo dificultades en el habla. Me llamo Marta Olivares y soy periodista. Si tiene unos minutos, me gustaría conversar con usted”.

(Continuará…)

Texto y argumento revisados por Sara García.