Las seis de la mañana y, a pesar de belenes, luces y guirnaldas, el despertador tiene la misma melodía estridente de siempre.
Por fortuna, la situación epidemiológica se ha tranquilizado un poco; aun así, nadie quiere hacer guardia en Nochevieja, y menos con un virus todavía desconocido y agresivo que muta y mata sin descanso. A decir verdad, no tengo muy claro por qué yo, un joven dinámico y atractivo, se ofrece, en cada ocasión posible, a cumplir tan ingrata empresa: es probable que se deba a mi vocación de servicio o, tal vez, simplemente no me interesa creer en la moderna celebración de la Navidad, un invento de las grandes superficies, auspiciado y tergiversado por la publicidad.
Carmen, la médica de familia con quien comparto esta noche, me saluda desde la distancia al verme entrar en el box. Nos conocemos desde hace tiempo y, aunque no niego que su forma de ser y su exquisita profesionalidad son magnéticas, nunca me he atrevido a cruzar el umbral de un café casual —si se puede denominar “café” a ese mejunje marrón infernal— en la cafetería del Hospital. Revisé la planilla con los historiales pendientes: controles rutinarios, alguna cura y papeleo… nada excesivamente complejo.
Como las primeras horas de turno discurrieron sin sobresaltos, Luis, el otro enfermero, propuso hacer un brindis por el Año Nuevo. Se había encargado de traer uvas y espumoso de zumo de frutas, el llamado champán para niños. Me hice el remolón y no acepté su entusiasta oferta hasta que no me prometió que no me cantarían el “Cumpleaños feliz”.
A las doce menos cinco me atusé el pelo frente al espejo de uno de los baños y dirigí mis pasos a la sala de descanso, donde se habían congregado mis compañeros.
—¡Sorpresa! ¡Muchas felicidades!
Allí estaban todos: Carmen, Luis, Angelito, el celador, y Auxi, la farmacéutica del pueblo que echa una mano cada vez que nos hace falta.
—Sois lo peor. Luis, tío, eres un traidor —acerté a responder, ruborizándome sin remedio.
—Nadie te ha cantado, querido; soy un hombre de palabra.
Desde que tengo uso de razón, había considerado el cumplir años el 31 de diciembre como uno de los grandes regalos de la vida, aunque, de un tiempo a esta parte, ha perdido su encanto. En concreto, desde que mi padre falleció.
Compartimos la tarta que me habían regalado, celebramos una nueva vuelta al sol, deseándonos lo mejor, y cada cual se dispuso a volver a su tarea. Cuando salía, Carmen llamó mi atención:
—Voy a vapear al balcón, ¿me acompañas?
—Claro. Déjame que me ponga el abrigo y te alcanzo.
Tal torpeza fue la única que se me ocurrió para tratar de respirar y serenarme. ¿Me gusta Carmen? No, no puedo dejarme llevar…
Dilatando cada paso me deleité en ese cosquilleo que subía, repentinamente, desde mi estómago, embriagándome, cual licor añejo que, a pesar de su intensidad, deja un regusto dulzón en el paladar.
—Me caes bien, Mario —me recibió, sonriendo francamente—. Y, aunque te hagas el inocente, se nota a la legua que yo a ti también.
—Pues… sí. Siento que eres una persona con un gran atractivo…
—¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¿Por qué no brindamos por dos personas bonitas que están dispuestas a descubrirse?