Folio II

El interior se conserva como lo recordaba. Dos espacios a dos alturas, separados por cuatro pequeñas escaleras ascendentes en baldosa rústica. Nada más acceder al primero de ellos, sobre un ennegrecido mueble de metal, aún domina la pared frontal una magnífica cafetera Gaggia de dos grupos, de aspecto tan cuidado como si no se hubiera estrenado. La pared de mi espalda se mantiene recubierta con mampostería de piedra, ligeramente enmohecida por las inclemencias del tiempo y la falta de cuidados.

A pesar de la penumbra que reina en el local, solo rota por un haz de luz que se cuela por la gran ventana situada en la parte de arriba al fondo, no me pasa desapercibido un extraño símbolo, el cual nunca había observado cuando el bar estuvo abierto al público; ahora que lo pienso, tal vez ello se deba a que, si no me falla la memoria, ese espacio estaba cubierto por una máquina tragaperras. Me acerco, con ánimo de verlo mejor: a simple vista, parece una “P” mayúscula, cruzada por dos líneas en forma de aspa bastante desgastadas. Es posible que tenga que ver con el nombre del antiguo bar: el Portugués, si bien el conjunto me recuerda al crismón cristológico tantas veces estudiado en mis clases de Historia del Arte en la adolescencia. “Cuántos buenos ratos he disfrutado entre estas paredes, sobre todo en los cafés de la tarde, donde podía venir a leer, escribir o a disfrutar de un buen rato de fútbol”.

Retomar el Club de Lectura… ¿de verdad será posible o, después de lo que pasó, es solo una ocurrencia descabellada? Debería empezar por acometer una limpieza a fondo, ya que Manuel me ha cedido el uso, lo menos que puedo hacer es dejarlo mejor a como lo encontré. Enciendo la linterna de mi teléfono móvil, fotografío el símbolo y me dispongo a salir. “Mañana mismo contactaré con los que quedan del grupo, a ver cómo respiran”.

En los buenos tiempos, llegamos a reunirnos más de veinte personas. Cada dos meses, uno de los miembros elegía una obra, según sus propios intereses o siguiendo la moda del momento. Cada uno leíamos individualmente el texto completo, o algunas veces lo preparábamos por fragmentos, y poníamos en común nuestros avances e ideas en sesiones bisemanales. Incluso, cuando nos era posible, invitábamos a alguna de ellas al autor que estuviéramos leyendo en ese tiempo, a fin de compartir impresiones y disfrutar, más aún si cabe, de la experiencia.

De todos nosotros, entre abandonos y circunstancias lamentables, así como algún ejemplo de miembros que se han ido a vivir fuera del país, dudo que podamos retomar la actividad más de cinco compañeros: Marcos, químico de profesión reconvertido a profesor de instituto; Ángela, quien, a pesar de sus estudios en medicina, es chef en un restaurante caro de la capital; Ingrid, abogada y profesora en la Universidad; Esteban, al que no le hacen falta estudios superiores para ser quien más sabe de literatura de todos y yo mismo. Me reconforta pensar que voy a volver a verlos y escucharlos, con independencia de cuál sea la decisión que tomemos. Sin duda, creo que merecerá la pena…

Folio I

Asomado al amplio balcón del quinto piso, observo en la acera de enfrente el vetusto local, cerrado desde hace casi una década, del que fuera uno de los bares más concurridos de la pequeña ciudad. El dueño, que había visto decaer su negocio a la par que la vida en la población, decidió tomarse unas vacaciones que se convirtieron en jubilación anticipada. Había participado en su último baile… y con los réditos que había logrado acumular en sus buenos años, podría disfrutar, sin dificultades, del aire puro de la sierra con la tranquilidad del deber cumplido.

Trató de poner el local en alquiler, más tarde en venta… pero sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Un año atrás, en una fría tarde de octubre, nos encontramos mientras yo caminaba, distraído, aprovechando mi día de descanso. Me hizo una seña para que llegara a su altura:

—Elías, ¿cómo estás, hombre? ¡cuánto tiempo! —me saludó, afable.

—Buenas tardes, Manuel. Todo bien, aprovechando el rato para despejarme un poco…

—Eso está bien. Oye, el otro día me encontré con tu padre y le comenté. No he conseguido vender El Portugués y me da mucha pena que se esté deteriorando por el desuso. Tú fuiste de mis mejores clientes, sobre todo, en los últimos tiempos. ¿No te interesaría utilizarlo, al menos hasta que lo pudiera traspasar? Por supuesto, no te cobraría nada… solo te pido que lo adecentes un poco.

—¡Gracias, es una oferta muy generosa! Lo cierto es que a mi grupo del Club de Lectura y a mí nos vendría muy bien disponer de un lugar estable para nuestras reuniones y actividades, ¿le ves alguna objeción?

—¡En absoluto, me parece una idea fantástica! La máquina de café todavía está dentro, estoy seguro de que con una buena limpieza os puede hacer buena compañía…

En todos estos meses, he mantenido la llave a buen recaudo. Por diversas circunstancias, el Club no ha vuelto a reunirse y no hemos podido cumplir el sueño tantas veces compartido. ¿Por qué no? Me calzo los zapatos y me lanzo; ha llegado el momento. Seguro que a los demás les hace ilusión intentarlo…

La tarde primaveral de abril me invita al optimismo. La pequeña llave del candado exterior reacciona sin resistirse. Levanto la trapa y subo las dos pequeñas escaleras que dan acceso al bajo de aquel emblemático edificio de tres plantas. Tomo aire; la emoción me martillea el pecho con intensidad. Introduzco la segunda llave en la cerradura: primer giro, segundo y…