Nota del autor: Del diario de ADRIANA IBÁÑEZ.
Madrid, 26 de junio de 2018. 23:41 horas.
Recibí un mensaje de WhatsApp de una tal Marta Olivares, quien se identificó como periodista del portal elobservadorinquieto.com. En el texto, críptico a la vez que directo, me indicaba que estaba investigando la sospechosa desaparición de Desiré López, una amiga de mi amigo —me desconcertó la cursiva de la última palabra— Darío Luque. Me aseguraba tener una corazonada de que la chica seguía viva y que, en todo caso, no sospechaba ni de Darío ni de mí.
“¿De dónde habrá sacado mi contacto? ¿Qué clase de medio es El Observador Inquieto?”, me pregunté mientras dudaba si responder la comunicación y visitaba la página web del medio. De nuevo, me surgieron dudas acuciantes en torno a mi rol y mi responsabilidad en todo aquel entramado. “¿Por qué tuvo que reaparecer Darío?”.
Finalmente, accedí a reunirme con ella la semana siguiente en un céntrico y concurrido café de Madrid, aunque un oscuro presagio se adueñó de mí desde el mismo momento en que envié el Whatsapp de respuesta. Me vino a la memoria, nítida, la llamada, recibida unos meses antes, que me alertó de la muerte de Desiré y del ingreso de Darío en el Hospital de Salamanca. Sentí otra vez el escalofrío que me provocó que la voz me dijera que Darío no había sido el objetivo y que yo sería la siguiente si seguía entrometiéndome. “¿A qué santo una periodista se ponía a revolver el caso varios meses después?”.
Madrid, 4 de julio de 2018. 17:46 horas.
La reunión vespertina con uno de mis clientes se había retrasado y acudía tarde a encontrarme con la extraña periodista que se había puesto en contacto conmigo la semana anterior. Para excusar mi retraso le había escrito un mensaje una hora antes, al que la señorita Olivares me había respondido tranquilizándome y afirmando que ella me esperaba en el lugar convenido.
Justo cuando descendía del vagón del metro dirigiéndome a una de las mejores cafeterías del centro de la capital, el teléfono de línea segura que me había entregado Miguel Ángel, el autodenominado Solucionador, comenzó a sonar con insistencia. Lo atendí antes de salir rumbo a la calle Fuencarral.
—¿Sí, dígame? —contesté, en un tono más bajo de lo habitual, como si tuviera miedo de que los transeúntes escucharan la conversación.
—Señorita Ibáñez, tenga cuidado con quién se reúne —dijo una voz que no reconocí—. No toda la información debe ser revelada a cualquiera que quiera meter las manos en asuntos ajenos. No olvide sus lealtades… ni sus prioridades.
—Pero oiga…
No tuve tiempo de reaccionar. Quien fuera que me había hablado, colgó sin esperar una respuesta.
Caminé cabizbaja los escasos quinientos metros que me separaban de mi destino. No lograba entender cómo los únicos que no conocíamos todas las cartas que se habían repartido en la mesa éramos D.J. y yo. Estaba claro que, quien me había telefoneado, estaba al tanto de mis planes y la conversación que iba a mantener con la periodista. “¿Habrá sido ella misma quien lo ha filtrado para presionarme?”. No parecía muy lógico, pero, a esas alturas, nada de lo que sucediera me iba a coger por sorpresa.
Repasé mentalmente todos los hechos relevantes desde que Darío se pusiera en contacto conmigo por primera vez el año anterior. Traté de fijar fechas, conversaciones, sensaciones… todo podía serme útil en los minutos siguientes. Debía, además, ser cauta, pues no conocía la verdadera identidad ni las intenciones de la señorita Olivares, por lo que debía andarme con pies de plomo. En esta partida que, con mayor o menor consciencia, todos estábamos jugando, una ya no sabía de quién podía fiarse.
Entré a la cafetería, como suponía abarrotada de gente, y comencé a escudriñar el entorno, en busca de la persona que me aguardaba. Al levantar la vista, una mano se agitó, enérgica, indicándome el lugar. Al llegar, observé a una joven de pelo castaño muy corto y unos intensos ojos grises. La chica me sonrió y me invitó, con su mano derecha, a tomar asiento. Así me acomodé, volteó hacia mí un pequeño portátil con pantalla giratoria en el que pude leer un mensaje: “Sufro de disartria, por lo que ruego que me disculpes por tener que comunicarme a través de la pantalla. Espero que no te resulte excesivamente incómodo”.
Perpleja, solo acerté a negar tímidamente con la cabeza. Me quedé mirando a mi acompañante. Estaba segura de haberla visto en alguna parte. “Quizás la haya visto en televisión”, pensé.
¡Qué caprichoso es el destino! Cuanto más tratas de alejarte, más te arrastra a la boca de la calamidad.
(Continuará…)
Texto y argumento revisados por Sara García.