93. Pitido inicial

En el año 2000, ser una niña a la que te encanta el fútbol no era todavía habitual ni estaba bien visto por muchos. Contaba entonces apenas con siete años y un buen día sufrí el primero de varios episodios de lo que hoy se definiría como bullying. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer: aquella mañana mi mejor amigo, Pablo, no acudió a la escuela y en el tiempo de recreo me sumé al grupo de niños que, con una vieja pelota de cuero, se dividían en dos equipos para echar un partido rápido.

Un viento gélido, propio del mes de enero, acompañado de unas nubes negras y densas, dominaba el cielo cuando Miguel Ángel, uno de los compañeros más rudos de mi curso, se adelantó, mirándome fijamente:

—¡Tú hoy no juegas!

¿Por qué? —inquirí sorprendida.

—Porque hoy jugamos un partido solo de chicos —me respondió con suficiencia y el desprecio clavado en su rostro.

—Pe-pero…

Sin concederme opción de réplica, aquel chiquillo de 1,30 m. y de complexión fuerte (sacaba una cabeza al siguiente niño más alto) se giró hacia los demás dando comienzo al juego. No podía soportar lo que consideraba una injusticia, así que fui a quejarme al señor López, profesor de Educación Física, quien, más por compromiso que por convicción, los obligó a incluirme.

—Entonces… ¡juegas de portera! —me ordenó.

Lo que sucedió después me marcaría para siempre. Durante los minutos siguientes no importaron los pases, los goles ni las celebraciones: la única pretensión de Miguel Ángel y su séquito aborregado fue estrellar el balón contra mi cuerpo con toda la fuerza que les permitía imprimir sus impúberes cuerpos.

Los moretones en las piernas y en el torso fueron el menor de los golpes que encajé aquel día y en lo sucesivo. No volví a jugar un partido de fútbol, ni en el colegio ni en ningún otro lugar, pero nunca dejé de entrenar y menos aún de amar este maravilloso deporte.

A los quince años me colegié y comencé arbitrando campeonatos infantiles. Por caprichos del destino algunos años después coincidí de nuevo con Miguel Ángel, al que había perdido la pista por completo, cuando le dirigí un encuentro en Tercera División. Fui la primera chica de mi Federación territorial en arbitrar, como principal, un partido de categoría nacional masculina. Tardó en reconocerme: creo que solo lo supo cuando padeció mi autoridad y determinación al anularle el gol, tras un clarísimo fuera de juego, que habría supuesto la victoria para su equipo. A pesar de la ira que destilaba, enmudeció y agachó la cerviz, dándose la vuelta. No me estrechó la mano al finalizar la contienda.

Los focos inundan cada centímetro del horizonte hasta donde me alcanza la vista cuando me sitúo entre los dos equipos, encabezando la salida del túnel de vestuarios. Ha llegado el gran día. Mañana todos los diarios deportivos, y probablemente no deportivos, titularán que Almudena Martínez de la Nubla se ha convertido en la primera mujer árbitra principal en una final de la Liga de Campeones.

85. Último suspiro

—¡Vamos, vamos! ¡Presión alta! No dejéis que basculen, ¡buscad la superioridad en el centro del campo!

Miro el reloj del encuentro y mi frustración se intensifica tan rápido como se agota el tiempo: minuto 84 y seguimos perdiendo por un gol a cero. Vista nuestra suerte necesitamos un milagro, pero no encuentro la forma de aportar una motivación extra a los chicos. He realizado ya los cambios reglamentarios y, aunque todos están dejándose la piel en el campo, nada en nuestro plan está funcionando como esperábamos. Llamo al capitán a la zona técnica y le marco una nueva modificación táctica: esta será nuestra última bala para forzar la prórroga del partido.

Este crítico instante me devuelve, irremediablemente, a aquel fatídico 27 de junio de 1984. Aquella final, aquel gol en contra anotado por Bellone en el último instante, justo después de la fantástica ocasión fallada y que nos hubiese concedido el empate… un subcampeonato difícil de digerir a pesar de enfrentarnos al que, sin duda, era el rival a batir en el torneo.

El ‘siete’ asiente y regresa para transmitir mis instrucciones a sus compañeros. Este es un partido especial: disputamos el encuentro de vuelta de un play-off inédito para este joven club y competimos, tras tantos meses pandémicos, de nuevo en un estadio abarrotado de público. No conseguir el ascenso no sería, desde luego, un fracaso, pues llegar hasta aquí significa cumplir las mejores expectativas de todos, pero avanzar en esta fantástica temporada supondría hacer realidad el sueño más grande de muchas personas y un bálsamo para una ciudad especialmente castigada en los últimos tiempos.

Minuto 90, solo ciento veinte segundos más de descuento; quizá dispongamos de una última ocasión. Nuestro guardameta se dispone a sacar de portería. Conecta un balón largo que traspasa, veloz, el centro del campo. Nuestro extremo realiza un control majestuoso, imponiéndose a dos centrocampistas del equipo rival. El lateral izquierdo dobla a su compañero y recibe el esférico libre de marca: el corazón de todo mi banquillo se encoge al unísono, mientras Márquez levanta la mirada, ata el balón a sus botas, regatea al lateral del conjunto contrincante y pone un centro delicioso. Se eleva nuestro delantero, buscando el cielo, por encima de todos y dibuja un remate de cabeza certero.

La efímera esperanza se torna en congoja cuando la pelota se estrella en el travesaño y es repelida por alguna cabeza de los zagueros del otro equipo. Se acabó. Observo que el árbitro se lleva el silbato a los labios, seguramente para decretar el final. Pero no escucho tres pitidos, ¿qué es lo que habrá señalado?

84. Pena máxima

Era una tarde lluviosa, de las escasas que habíamos disfrutado aquella primavera en mi pueblo, un lugar recóndito de poco más de doscientos habitantes. Nunca olvidaré el desprecio con el que me despacharon aquella veintena de ojos.

—No, no puedes jugar con nosotros. Eres un renacuajo y, además, no sirves ni como portero. Mejor dedícate a la rayuela.

En realidad, no sé por qué elegí este camino. Al contrario que la mayoría, yo no buscaba el dinero, las comodidades ni la fama. Además, debo reconocer que descubrir el profundo amor por la pelota con casi dieciséis años, no hacía presagiar una trayectoria demasiado exitosa. Ningún equipo de la provincia, ni siquiera de la comunidad, quiso darme la oportunidad: era demasiado tarde. Así que, después de tantas negativas, me resigné: viviría el fútbol como espectador de mi equipo y, a lo máximo, como recogepelotas en aquellos partidos en que me fuera posible.

¿Cómo pudo pasar aquello? No lo sé. Había cumplido ya los dieciocho y llevaba casi un año devolviendo balones al campo en el estadio de mis sueños. Recuerdo que el delantero rival había disparado fuerte y que nuestro guardameta se había confiado pensando que el lanzamiento iría desviado. La pelota tocó el travesaño y el rechace fue repelido por nuestro capitán, con un fuerte despeje en dirección a la banda, con tan mala fortuna que se dirigía directamente a la cabeza de un niño que se encontraba de espaldas y no había visto el lance. No lo dudé: me estiré, en una vistosa palomita, y conseguí desviar el esférico y evitar el impacto.

Aquel momento cambió mi vida para siempre. Ahora tengo 23. El árbitro se acerca para darme las últimas indicaciones y se dispone a autorizar el lanzamiento del penalti. Miro al delantero con serenidad: sé que puedo lograrlo. Si lo detengo, habremos alcanzado la gloria; si no…

El ‘nueve’ del equipo rival toma carrerilla. Respiro hondo. Va a lanzar con la pierna derecha y centra su mirada en el poste izquierdo de mi portería.

Suena el silbato y…