En el año 2000, ser una niña a la que te encanta el fútbol no era todavía habitual ni estaba bien visto por muchos. Contaba entonces apenas con siete años y un buen día sufrí el primero de varios episodios de lo que hoy se definiría como bullying. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer: aquella mañana mi mejor amigo, Pablo, no acudió a la escuela y en el tiempo de recreo me sumé al grupo de niños que, con una vieja pelota de cuero, se dividían en dos equipos para echar un partido rápido.
Un viento gélido, propio del mes de enero, acompañado de unas nubes negras y densas, dominaba el cielo cuando Miguel Ángel, uno de los compañeros más rudos de mi curso, se adelantó, mirándome fijamente:
—¡Tú hoy no juegas!
—¿Por qué? —inquirí sorprendida.
—Porque hoy jugamos un partido solo de chicos —me respondió con suficiencia y el desprecio clavado en su rostro.
—Pe-pero…
Sin concederme opción de réplica, aquel chiquillo de 1,30 m. y de complexión fuerte (sacaba una cabeza al siguiente niño más alto) se giró hacia los demás dando comienzo al juego. No podía soportar lo que consideraba una injusticia, así que fui a quejarme al señor López, profesor de Educación Física, quien, más por compromiso que por convicción, los obligó a incluirme.
—Entonces… ¡juegas de portera! —me ordenó.
Lo que sucedió después me marcaría para siempre. Durante los minutos siguientes no importaron los pases, los goles ni las celebraciones: la única pretensión de Miguel Ángel y su séquito aborregado fue estrellar el balón contra mi cuerpo con toda la fuerza que les permitía imprimir sus impúberes cuerpos.
Los moretones en las piernas y en el torso fueron el menor de los golpes que encajé aquel día y en lo sucesivo. No volví a jugar un partido de fútbol, ni en el colegio ni en ningún otro lugar, pero nunca dejé de entrenar y menos aún de amar este maravilloso deporte.
A los quince años me colegié y comencé arbitrando campeonatos infantiles. Por caprichos del destino algunos años después coincidí de nuevo con Miguel Ángel, al que había perdido la pista por completo, cuando le dirigí un encuentro en Tercera División. Fui la primera chica de mi Federación territorial en arbitrar, como principal, un partido de categoría nacional masculina. Tardó en reconocerme: creo que solo lo supo cuando padeció mi autoridad y determinación al anularle el gol, tras un clarísimo fuera de juego, que habría supuesto la victoria para su equipo. A pesar de la ira que destilaba, enmudeció y agachó la cerviz, dándose la vuelta. No me estrechó la mano al finalizar la contienda.
Los focos inundan cada centímetro del horizonte hasta donde me alcanza la vista cuando me sitúo entre los dos equipos, encabezando la salida del túnel de vestuarios. Ha llegado el gran día. Mañana todos los diarios deportivos, y probablemente no deportivos, titularán que Almudena Martínez de la Nubla se ha convertido en la primera mujer árbitra principal en una final de la Liga de Campeones.