Este relato corresponde al desafío ‘Las cuatro caras de la historia’ del mes 3: enero de 2023.
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En algún lugar del Reino, primer día de otoño de 1345.
Tras desensillar a su fiel compañero, se entretuvo encendiendo una pequeña hoguera para combatir el frío mientras repasaba una y otra vez el plan. Llegaría al castillo que tantas veces había recorrido en apenas cinco jornadas, que podrían ser cuatro si cabalga sin incidentes. Superar el foso no será un problema; las dificultades se presentarán para deshacerse de la jauría que protege la zona trasera donde se ubica su objetivo: la torre que guarda aquello que lleva deseando tantas lunas…
Apenas tenía comida y el agua de su desgastado odre hendía a podredumbre, así que amarró al animal a un tronco recio, confiando en que nadie osara robarlo al observar el escudo de armas grabado en la montura y se adentró en la espesura buscando algo que llevarse a la boca.
Caminaba cauto; los cinco sentidos alerta ante cualquier imprevisto. Sus años de adiestramiento y combate, primero bajo las órdenes del que fue su señor y en aquellos días en el ejército real, le conferían una habilidad especial para desconfiar hasta de su propia sombra. Mientras trataba de dar caza a un cervatillo, concentrado en que el hambre no frustrase la tarea, un sonido penetrante, similar al ulular de una centena de aves rapaces, resonó en su cabeza, paralizando sus movimientos. De modo repentino, una luz lo cegó y una figura fantasmagórica se materializó frente a él. Aterido por una fría parálisis causada por el miedo, se postró ante la aparición sollozando perdón por las muchas atrocidades cometidas en su vida con la palabra y con la espada.
El espectro fue adquiriendo forma corpórea y avanzó hacia el otrora bravo soldado:
—¡No temas… valeroso… caballero! —titubeó con voz grave, pero sin ápice de autoridad.
La duda en los ojos de aquel extranjero recompuso el valor del otro que, sereno, lo observó detenidamente con renovada curiosidad. Vestía unos extraños zapatos cerrados de piel con suela de goma como nunca antes había visto. Debía ser un hombre acaudalado, quizás algún bastardo de algún noble que no había sido repudiado. Los pantalones, resistentes y de buena factura, parecían hechos de un material color azul índigo. Y, por último, una elegante camisa en tono rosado, abotonada a lo largo del torso, que lucía cubierta por una capa, o tal vez una suerte de sotana, de color blanco. Le llamó poderosamente la atención un artilugio que el foráneo llevaba ceñido en el cinturón y que se asemejaba a los cañones de mano de los que tanto había oído hablar. La inteligencia le hizo responder:
—Ante vos se presenta Leopoldo Martínez, ballestero al servicio de nuestro rey Alfonso XI. ¿Qué es eso que portáis ahí?
—Un placer… conocerlo. Mi nombre es Darío Cantillo Martínez, científico del CSIC, quiero decir… físico y alquimista —la voz se quebró en un susurro haber encontrado a su ascendiente remoto y padre de la joven a quien estaba buscando—. Esto se llama pistola reactiva de partículas y es el dispositivo que me ha permitido llegar hasta aquí… Si vuestra merced me lo permite, estoy buscando a…
El atrevimiento de aquel ser extraño y la inexplicable familiaridad con la que lo miraba, lo puso en guardia. Acarició la empuñadura de su espada, avanzando desafiante:
—Habláis de una forma muy singular, si me permitís el atrevimiento. Entregadme el arma o daos preso en nombre de Su Majestad.
El otro permanecía petrificado, como una estatua de sal a punto de disolverse.
—¿Entiende vuesarced mis palabras? —inquirió con impaciencia el caballero.
Se acercó, envalentonado, hacia el forastero con intención de amedrentarlo. Lo miraba fijamente para intensificar el efecto y una ligera sonrisa, pícara ante la idea que comenzaba a rondarlo, asomó en su gesto. Si capturaba a aquel personaje podría ofrecérselo a su antiguo señor, so pretexto de encontrarse de paso en sus dominios, y tal vez congraciarse de nuevo con él, lo cual le facilitaría llegar hasta el ansiado destino. De camino, inventaría una historia épica sobre los poderes de aquel objeto desconocido y de su brillante victoria frente al invasor. Se congratuló de haber pergeñado un plan perfecto en tan solo unos segundos, a la par que avanzaba el paso hacia aquel sujeto desorientado y asustadizo.
Los siguientes sucesos acaecieron a una velocidad endiablada: el recién llegado accionó una pequeña ruleta en su dispositivo y lo esgrimió frente a su sorprendido antepasado, que no tuvo opción de reaccionar cuando un rayo color turquesa lo dejó inconsciente.
Ahora el joven disponía de media hora para cumplir el plan que lo había llevado diez siglos atrás.
(763 palabras sin contar el título).