Desde que ella se fue, no era más que un sujeto vicario de mí mismo, una sombra de aquel joven que fui; pero no podía desfallecer. Mi vida se había enredado en un columpio sinuoso de suertes e infortunios que habían convertido la supervivencia en mi único baremo. Y, sin embargo, ahora, estaba ante el caso más importante de cuantos había defendido: la vista por la custodia comenzaría en unos días y debía estar preparado. Si lograba convencer al tribunal de la inocencia de mi cliente, cambiaría la historia y, con ella, mi carrera. Repasaba cada una de las pruebas al ritmo de aquella música pausada, que me transportaba a un lugar mejor. Esta vez no podía fallar; no podía defraudarme a mí ni a ella. Debía dejarme la piel para que se supiera la verdad. De una vez para siempre.