Derecho y política no son caras de la misma moneda

Amigo/a visitante de esta Buhardilla.

Escribo estas líneas desde la tristeza y la preocupación por lo que estamos viendo estos días, tanto en España como en Chile. Dos escenarios que tienen, a mi entender, un lamentable punto en común: la deficiente gestión de las demandas sociales por parte de los gobernantes.

Porque, si pensamos en lo que sucede en Cataluña, nos encontramos ante un conflicto que es —al menos, lo fue en origen— eminentemente político. Y, como decía en algún post anterior, debería resolverse, con altura de miras, desde la política. Debemos exigir a los gobernantes que hagan su trabajo: sentarse en la misma mesa y llegar a acuerdos. Los ciudadanos, depositarios de la soberanía, tenemos la capacidad de demandar a quienes lideran las instituciones políticas que representen nuestros intereses de acuerdo a la voluntad popular. Y, si no son capaces, deben marcharse. Cualquiera de nosotros, si no desempeñamos nuestra labor de acuerdo a lo que se espera —o de acuerdo a lo que dice nuestro contrato—, sabemos qué sucede, ¿verdad?

Y es que, en política, debe poder discutirse de todo, siempre y cuando se respete el marco que nos hemos dado. Y si no nos gusta, también podemos cambiarlo, pero siempre respetando los procedimientos y las reglas establecidos. No deberíamos tener miedo a revisar las normas que hemos acordado entre todos. Porque, quizás, es precisamente ese inmovilismo el que nos ha llevado a las posiciones lamentablemente enconadas que hoy padecemos. Todos tenemos derecho a pensar distinto, a manifestarnos, a mostrarnos disconformes con una situación, con una sentencia. Nuestro ordenamiento y nuestra democracia así lo permite. Y debemos apostar por el diálogo, sin ambages, para resolver nuestras diferencias. La lógica nos muestra que apostar por imposiciones o por fórmulas unilaterales no es la solución.

Sobre lo que acontece en Chile, apenas me atrevo a dar una mera opinión personal, fruto de lo que yo mismo he podido ver viviendo allí. Creo que las caceroladas ciudadanas son resultado del hartazgo ante las desigualdades sociales que sufren. Muchas personas han decidido manifestar su hastío ante un sistema del que muchos se sienten excluidos. Incluso para mí, que sin duda me encontraba, en comparación, en una situación privilegiada, el día a día resultaba económicamente costoso. Entiendo que la gente esté cansada de tener que endeudarse durante meses para poder comer o para tener acceso a la sanidad más básica; que la educación o los transportes lleguen a ser bienes de lujo.

Y quienes gobiernan deben ser capaces de resolver el problema de fondo y, a su vez, de canalizar el descontento social y no solo centrar el debate en el restablecimiento del orden público —punto este necesario, por supuesto—.

En resumen: compete a los gobernantes apostar por el diálogo para resolver los conflictos, problemas o demandas sociales. En ellos hemos confiado para procurar el bien de todos, más allá de intereses partidistas y la búsqueda de votos a corto plazo.

¿Y cuál es el rol de las normas? En mi opinión, no podemos exigir al Derecho que resuelva conflictos que no son estrictamente o que van más allá de lo jurídico. La función de jueces y tribunales es aplicar la ley, y ello no es poco. Quienes aprovechen las legítimas aspiraciones de la mayoría para saltarse las normas o para delinquir, se encontrarán con la respuesta del ordenamiento. Y así debe ser. Pero, como algunas voces sostienen y yo también suscribo, en nuestras actuales circunstancias «una sentencia no resuelve nada» porque, entre otras cosas, tampoco es esa su función.

Unamuno y la política del siglo XXI

Este fin de semana, por fin, he podido ver Mientras dure la guerra, la última película de Alejandro Amenábar, ambientada en los acontecimientos previos a la Guerra Civil, rodada en Salamanca y centrada en la figura de Miguel de Unamuno. Son muchas las lecturas que pueden hacerse del, ya adelanto, maravilloso film de Amenábar.

Podría hablar de la escenografía, la fotografía o de la emoción que sentí al ver la Plaza Mayor de Salamanca enjardinada, el Paraninfo como, a buen seguro, lucía en tiempos de Unamuno o la Plaza de San Benito y el actual Centro de Estudios Brasileños recreando alguna localización cacereña. Daría para una reflexión pausada el personaje de Unamuno —majestuosamente encarnado por Karra Elejalde; nueva interpretación destacada de este gran actor—: un alma marcada por las contradicciones, que se movió en un contexto complejo, influenciado por un desencanto creciente hacia la Segunda República y a su presidente, Manuel Azaña, y una palpable ambigüedad en los prolegómenos del golpe militar. Pero, a su vez, retrata el largometraje a un hombre decidido, que no dudó en levantarse contra el futuro dictador y sus esbirros —la escena en el Paraninfo, con el famoso “vencer no es convencer” a Millán-Astray, parece seguir, no obstante, la leyenda popular y no tanto los últimos datos conocidos—.

Pero no es objeto de mi reflexión ninguna de estas cuestiones. Fue inevitable pensar en la actual coyuntura política de nuestro país cuando abandoné la sala de cine. En estos días, donde el bien común, el interés público, parece ser lo que menos interesa a nuestros, en general, mediocres políticos, la película me parece un verdadero servicio público ofrecido por Amenábar, en especial a quienes no vivimos aquellos terribles acontecimientos. Y lo hace en un momento especialmente atinado, utilizando un desarrollo de trama accesible a todos, pero sin desprenderse de la ecuanimidad necesaria para tratar un episodio de nuestra Historia que, no nos engañemos, está lejos de ser pacífico.

Nuestra política hace tiempo que dejó de gestionar los asuntos de todos para convertirse en algo irreconocible, vergonzante. Algunas instituciones y organizaciones se permiten el lujo de coger el micrófono y trasladar a la opinión pública mensajes aberrantes, como las inaceptables palabras del prior del Valle de los Caídos, la ceguera y el fanatismo nos están trasladando a un escenario de crispación sin parangón en nuestra democracia creciente… Todos ellos, y algunos otros, ingredientes para los que esta película quiere convertirse en un muro de contención. Es, en mi opinión, una de las mejores llamadas de atención que podríamos recibir.

Hace unos días conocíamos la noticia de que unos sujetos apocados habían boicoteado la proyección del metraje en un cine. Constatar que este episodio histórico sigue siendo objeto de veneración para algunos me hace estar plenamente convencido de la pertinencia de la película. Visionarla, así mismo, en el fin de semana que coincide con la conmemoración del día de la Fiesta Nacional —hasta 1987 conocido como Día de la Hispanidad; supone, además, el trigésimo tercer aniversario de los hechos del Paraninfo, que, recuérdese, se dan en el marco de lo que, en aquellos días de 1936 llamaban día de la raza—, tuvo un significado especial. Animo a quien lea estas palabras a que pregunte a un amigo o amiga natural de algún país de Latinoamérica cómo se entiende, allá, la festividad del 12 de octubre…

Nos queda mucho por hacer. Deberíamos fomentar que jóvenes y mayores lean, conozcan, entiendan y decidan. Quienes no hemos vivido un episodio tan negro y dramático, deberíamos ser conscientes de lo afortunados que somos de vivir en libertad.

No se conoce con exactitud quién acuñó esta expresión —se atribuye, entre otros, al filósofo angloespañol, George Santayana—, pero me parece especialmente pertinente: “los que no pueden recordar su pasado están condenados a repetirlo” o, adaptándola libremente a este contexto: “si olvidamos nuestra Historia, estamos condenados a repetirla”.

¿Es la política un juego de niños?

Amigo/a visitante de esta Buhardilla.

Vivimos en España —o en las Españas, como diría Diego Alatriste y Tenorio— tiempos convulsos en esto de la política. Habiendo sido convocadas ya las cuartas elecciones generales en cuatro años, son muchas las preguntas que nos asaltan a propios y extraños. Quizás pueda resumir todas ellas en un incrédulo: ¿por qué? Sea como fuere, la única verdad es que nos veremos las caras en los colegios electorales, de nuevo, el próximo 10 de noviembre.

Y, para deshacer posibles expectativas que no podría cumplir, en estas líneas no vas a encontrar ninguna respuesta a esas cuestiones; si conociera cuál es la solución a este entuerto que ha convertido el país en un territorio ingobernable, seguramente estaría ganándome la vida como asesor, o en algún plató de televisión.

Pero, como decía, uno no puede evitar reflexionar sobre por qué los partidos políticos mayoritarios no han sido capaces de cumplir con el mandato popular resultado de las últimas elecciones generales, celebradas el pasado mes de abril. Por qué los dos partidos que se dicen de izquierdas —que habrían alcanzado una mayoría estable de haber llegado a acuerdos— han estado jugando al gato y al ratón durante semanas, con ofertas y contraofertas infantiles, donde uno y otro rechazaban y criticaban todo lo que venía del lado opuesto, incluso aunque coincidiera con demandas que alguno de los dos había formulado inicialmente. O por qué la bancada conservadora solo se ha dedicado a destruir, sin plantear una sola vía de acuerdo de mínimos o de grandes consensos de Estado. Por qué las derechas se han escondido tras su butacón, con la bolsa de palomitas y el refresco; como si el hecho de no ganar una elección te diera un salvoconducto para desaparecer, para olvidarte de tus votantes y de tu sentido de la responsabilidad institucional con el conjunto de los electores.

Y, con este panorama, una duda razonable: si, como parece, los próximos comicios pueden arrojar resultados semejantes entre los dos bloques ideológicos a los obtenidos en la última cita electoral, ¿los políticos van a desoír, una vez más, lo que la ciudadanía les exige? ¿Qué distribución de poder están buscando nuestros gestores para dejar de despilfarrar millones del dinero de todos en poner en marcha la maquinaria electoral?

En este contexto, el electorado se enfrenta a otro cuestionamiento fundamental: ¿por qué debo ir a votar? Como acertadamente me comentaba alguien el día de ayer, las motivaciones para ejercer nuestro derecho al voto tradicionalmente se han clasificado en dos grandes grupos: aquellas de índole ideológica —voto a quien mejor representa mis ideales y mi modelo de organización política— o aquellas de carácter más pragmático —voto a un determinado líder porque lo considero el más capacitado o bien, voto a una opción política para hacer contrapeso a la que supongo que va a ser la elección mayoritaria; esto es, voto a Pepito para que no gane Juanito—.

Pero, en el contexto español actual, el asunto es más complejo. ¿Qué sucede con aquellos votantes que no se sienten plenamente representados por nadie y que han visto que su voto pragmático ha sido desatendido? ¿deben ejercer su derecho constitucional al voto o deben abstenerse? ¿deben elegir una opción, o votar en blanco o nulo? Como te alertaba al principio, no tengo respuestas a estos ni otros interrogantes. Pero sí estoy convencido de algo: votar siempre es mejor que no hacerlo. Que se nos escuche siempre dará mejor resultado que mantenernos en silencio, siquiera porque quien vota ha hecho uso de un derecho legítimo que nos llevó mucho tiempo y esfuerzos conseguir; siquiera porque quien vota puede criticar, con mayor autoridad, las decisiones de los representantes frente a aquellos otros que solo se quejan y reclaman, pero no han movido un dedo para cambiar las cosas.

Cada cual es libre para guiarse por los criterios que estime oportunos. Cada quien es libre de votar a quien desee, o, incluso, de no hacerlo. Pero permitidme terminar con un convencimiento: si nosotros, como sociedad, reclamamos responsabilidad a nuestros representantes, también debemos hacer uso de ella a la hora de manifestar nuestra voluntad respecto de los asuntos públicos; esos que nos conciernen a todos.