Mi primer impulso fue encender la linterna del teléfono móvil; no me hacía ninguna gracia tropezar y acabar con mi cara estampada en el suelo. Sin embargo, la voz sin rostro me advirtió que cerrase la puerta. Un dispositivo de seguridad se accionó y, de forma automática, una potente luz led iluminó la estancia, descubriendo a mi acompañante. Una joven, en apariencia de unos 29 o 30 años, me miraba con unos penetrantes ojos negros. Su gesto, serio y profesional, me indicó que no me había invitado a hacer turismo. Siempre he sido una persona insegura y aquella situación acrecentaba mis fantasmas.
—Siéntese —señaló una silla frente a ella, separados por una impresionante mesa de caoba —¿le apetece un café o un té; agua o un refresco tal vez?
—Gracias. Un café estaría bien. Solo. Sin azúcar, por favor.
Traté de recuperar el aplomo mientras mi interlocutora preparaba la bebida caliente. Me encontraba en un espacio tipo apartamento, con un amplio salón-comedor, cocina americana abierta y un pequeño dormitorio separado tan solo por una cortina. La única puerta interior ofrecía intimidad a lo que supuse era un minúsculo cuarto de baño. El lugar presentaba una decoración sobria, nada esmerada, y parecía, antes que una vivienda, un centro de operaciones o un alojamiento de paso.
—Quién es usted y qué hago aquí… —pregunté, con mayor vehemencia en la mirada que en las palabras.
—Sea paciente. De momento, disfrute del café. Se trata de una variedad exclusiva de Arábica, importada directamente de Minas Gerais —me respondió, regalándome de nuevo una muestra más de una personalidad arrolladora.
—Dígame, al menos, cuál es su nombre…
—Como comprenderá, no le he sometido a este sofisticado juego de pistas para revelarle mi identidad a las primeras de cambio. Relájese; siéntase en su casa, señor Yagüe.
La joven caminó hacia mí, sosteniendo sus ojos sobre los míos y una leve sonrisa pugnó por dibujarse en sus labios. Al llegar a mi altura, su expresión se intensificó, buscando infundirme una seguridad que había perdido en algún lugar de la ciudad bastantes minutos atrás. Un instante después, en un nuevo movimiento calculado, se afanó buscando en uno de los armarios situados en el espacio que hacía las veces de dormitorio. Aprovechando el impás, me deleité con el color y el aroma, la textura y el sabor intenso de la taza humeante que sostenía en mis manos. Exquisito, embriagador, eléctrico; el mejor bálsamo para mi zozobra. Hasta ese extremo demostraba conocerme mi anfitriona.
Cuando apuré el delicioso líquido castaño, mi acompañante volvió a tomar asiento y me tendió un folio tamaño A3 con una impresión en color. Un escalofrío de miedo me estremeció el cuerpo y me demudó el rostro al comprobar el contenido: tenía ante mí la primera página del diario de la competencia, ese donde todavía trabajaba el contacto de Suárez, del día 12 de enero, es decir, tres días después de aquella noche de sábado en la que yo estaba asistiendo, incrédulo, a tan inesperado e irracional encuentro.
El titular, presidido por un crespón negro que ocupaba prácticamente la totalidad de la portada, no dejaba lugar a dudas: Va por ti, Manrique. La entradilla, en letra ligeramente más pequeña, rezaba: Nuestro compañero apareció muerto anoche, alrededor de las cinco de la madrugada, en extrañas circunstancias. La policía no descarta ningún móvil, aunque se barajan hipótesis relacionadas con sus recientes investigaciones.