100. La verdad tras los barrotes

Aquella mujer con uniforme había hecho creer a mi nuevo cliente que no había peligro, que era solo una entrevista rutinaria. Sin embargo, con el paso de las horas, el ambiente y las preguntas se habían ido enrareciendo. Tras el tercer vaso de agua, su primera petición de asistencia letrada había sido rechazada y hubo de esperar dos interminables horas más, según me explicó después. A mi llegada, me encontré un hombre abatido, que no sabía si reír con ironía o llorar de desesperación. Tras amenazar a la susodicha con una llamada al Juez de guardia, nos dejó solos: le pregunté si lo habían tratado con respeto —ni se me ocurrió pensar en la amabilidad, la equidad o la más mínima deferencia— y comenzamos a preparar su declaración. Media hora más tarde abandoné aquella sala con una sonrisa insinuada, que pronuncié al pasar junto a la perpleja funcionaria de policía.

A la salida de la comisaría me esperaba Daniel, el abogado en prácticas que la Escuela me había asignado aquel año. Me miró con aquellos ojos, entre expectantes y decepcionados —no me cabe duda de que habría insistido en acompañarme de no haberle cerrado esa posibilidad de forma categórica—, tratando de averiguar si traía buenas o malas noticias. Despaché su interés con un ademán no excesivamente comprometedor y le indiqué que nos subiéramos al coche. Una vez en el bufete, preparé café para los dos y le puse al día del asunto: era tal la enjundia de lo sucedido y la gravedad de sus consecuencias que ganar o perder significaría un éxito sin paliativos o el fin irremediable de nuestra carrera como abogados.

Daniel contrajo el rostro, pensativo, y su expresión reveló sus intenciones: «¡cuente conmigo!».

99. Un legado arcano (III)

Salamanca, 10 de mayo de 1572.

—¡Rector! ¡Rector Dávila, abra la puerta, por favor!

El catedrático de Sagrada Escritura, quien había accedido por segunda vez al cargo de rector del Estudio salmantino, apenas era capaz de abrir los ojos en aquella fría mañana primaveral salmantina. No había podido dormir bien en las últimas jornadas y lidiaba con un humor de mil diablos.

—¿Qué sucede? ¿Quién osa molestarme en sábado? —espetó, a voces, el académico antes de abrir la puerta y descubrir a un joven barbilampiño que llegaba azorado y con la voz entrecortada.

—Discúlpeme, profesor, pero acabo de saber que se ha encontrado muerto a Su Eminencia, el cardenal Enrique Mendizábal e Iriarte en la villa de Madrid, donde había sido invitado por Su Eminencia el cardenal don Diego de Espinosa. Es sabido que ustedes eran buenos amigos y he creído conveniente venir con presteza a darle la lamentable noticia.

—¿Qué dices, muchacho? —titubeó, perplejo, el rector Dávila—. Debo ir urgentemente a la Universidad. Acompáñame; allí hablaremos con más tranquilidad.

El académico del Estudio salmantino caminaba rápido, absorto y taciturno, hasta llegar al edificio del Rectorado. Su postura rígida sólo se veía rota por leves movimientos de negación de su cabeza. Apenas media hora después, ambos hombres entraban en el despacho del rector, quien invitó amablemente a su acompañante a tomar asiento frente a él.

—No puedo entenderlo… el cardenal Mendizábal y don Diego de Espinosa y Arévalo son… quiero decir, eran enemigos declarados desde que el segundo se convirtió en presidente del Consejo de Castilla e Inquisidor general del buen rey, Su Majestad Felipe II. ¿Qué asunto sería tan importante como para reunirlos?

—Eso no lo sé, maestro. Pero, según me dictan mis entendederas, debía ser algo grande. Se dice que Su Majestad en persona ha querido ver el cuerpo del finado y que ha mandado llamar al Inquisidor general para conocer de primera mano lo sucedido —el joven se arrebujó en su capa y el rector le ofreció un vaso de vino tinto, que aquél declinó amablemente.

—Está bien, muchacho —terció el catedrático—. Te agradezco que hayas venido a contármelo. Ahora debo ocuparme de otros menesteres, pero te espero aquí mismo el lunes a la hora nona.

El rector Dávila se encaminó presto hacia la Catedral, donde esperaba encontrar a don Pedro González de Mendoza, obispo de la diócesis salmantina. Casi sesenta años antes se había empezado a erigir una segunda Catedral, junto a la existente, debido al aumento demográfico que había experimentado la ciudad en los últimos tiempos y don Pedro se vanagloriaba de ser el siervo de Dios que más había impulsado la nueva construcción hasta la fecha, por lo que pasaba horas paseando por la zona y supervisando los avances.

A pesar de encontrarse bien entrada la primavera, un viento gélido azotaba las ropas del rector cuando divisó la desgarbada figura del obispo. A pesar de que don Sancho Dávila Toledo formaba parte de la Santa Madre Iglesia, o precisamente debido a ello, no simpatizaba, en absoluto, con aquel hombre: engreído, maleducado y con escasas entendederas, a su parecer; sin contar que sus formas excesivamente dulcificadas resultaban extravagantes. Por todo ello, era un sujeto del que nadie en su sano juicio podía fiarse.

El prelado de la diócesis salmantina torció levemente el gesto cuando advirtió al académico, pero le dedicó una sonrisa farisea:

—¡Querido rector! ¿A qué debo el honor de su visita en este día? —recitó el religioso, como si de una fórmula memorizada se tratase.

—Reverendísimo obispo, si así le place, me gustaría dejar a un lado, por ahora, las falsas cortesías —replicó, cortante, Sancho Dávila—. Considero que el asunto del que debemos departir es suficientemente grave como para que, por una vez, naveguemos con honestidad en el mismo barco…

El otro captó el aire de urgencia en las palabras del recién llegado y adoptó, de inmediato, un gesto de preocupación:

 —Veo que ya conoce la trágica noticia…

—Así es. Y me intriga que haya sido en la visita al Inquisidor general.

—Sshh. Calle, insensato, ¿o pretende que nos maten a nosotros también? —terció el obispo, visiblemente afectado—. Ahora marche; nos encontraremos en el lugar convenido: disponemos de algún tiempo para planificar cómo debemos actuar…

Continuará…

98. Un legado arcano (II)

Salamanca, 15 de diciembre de 1569.

El pulso del cardenal Mendizábal se agitó de forma perceptible cuando, paulatinamente, fue apareciendo escrita la célebre Tragicomedia, de autor desconocido, en las páginas hasta ahora vacías del extraño libro.

—Hela aquí completa, eminencia, donde hace un momento nada había —señaló, cauto, el rector del Estudio salmantino.

—¡Esto es obra de Satanás! —rugió, iracundo, el religioso—. Este artefacto es resultado de alguna clase de brujería, estoy convencido. ¡Rector, debe entregármelo de inmediato! Y dé gracias a que somos amigos, pues nada me impediría denunciarlo a la Santa Inquisición…

El académico escondió su creciente miedo y habló, tratando de imprimir seguridad a sus palabras.

—Padre Mendizábal… debería conocer la profecía completa de este objeto antes de sacar conclusiones precipitadas. Creo que podría serle útil de cara a sus… intereses.

Por vez primera, una sombra de duda nubló los ojos del representante del clero. El rector Dávila decidió aprovechar la oportunidad:

—Junto a este… artefacto, como acertadamente Su Eminencia le ha dado en llamar, encontré un manuscrito en el que se detalla el poder que esta magia esconde. Según se expresa, el libro es omnisciente; conoce el pasado y el futuro del mundo: personas, hechos, escritos… todo. No obstante, el texto es claro: a cada petición le sigue una probabilidad de que le ocurra una desgracia a quien hace uso del libro; cuanto más lejana en el tiempo sea la predicción, mayor la probabilidad. Del mismo modo, ésta acrece si se pregunta por el futuro y no por un personaje o evento pasados.

—¿Y por qué no me has dicho eso antes? —el cardenal abandonó toda deferencia, presa del desasosiego.

—No tema, Eminencia. En el tiempo que el libro lleva en mi poder, he realizado varias pruebas, incluida ésta misma y no he sentido ni padecido nada extraño. Deduzco que, al tratarse de una pregunta sobre un pasado tan cercano en el tiempo, la probabilidad de que algo terrible suceda debe ser ínfima —aseveró el profesor—. Permítame serle franco: se dice que Su Eminencia ansía al trono de Pedro. Piense en cómo esta obra de Satanás puede convertirse en una herramienta de Dios para reconducir el camino de nuestra Santa Madre Iglesia hacia el bien mayor.

El purpurado dejó escapar un suspiro, seguido de una mirada grave y amenazadora, y susurró:

—Imagino que este gesto no es únicamente un tributo a nuestra amistad, así que dígame: ¿qué es lo que quiere a cambio?

El otro sonrió, con una falsa actitud conciliadora.

—Nada gravoso para alguien tan preclaro como usted, padre Mendizábal. Sólo prométame que guardará este secreto y que podré contar con su beneplácito y su protección en mi disputa con el duque de Béjar —conspiró Sancho Dávila de Toledo.

—Así que es eso… debí imaginarlo —el tono de Enrique Mendizábal e Iriarte se endureció todavía más—. Asumo que es consciente de lo que me está pidiendo, rector…

—Nada comparable a convertirse en el Obispo de Roma y Papa de toda la cristiandad, si se me permite la observación.

Un viento gélido se coló por alguna rendija de una de las ventanas del fondo e hizo tiritar al anfitrión, que tomando el objeto en sus manos y volviendo a guardarlo en la vitrina, invitó al prelado a pasar al salón de visitas. Allí, un mayordomo enjuto, de apariencia resentida, sirvió dos tazas de chocolate caliente y ofreció a cada hombre, diversos dulces y rebanadas de pan de distintas clases, dispuestos meticulosamente en una bandeja de plata. Miró a ambos de hito en hito y, sin decir palabra, hizo una leve reverencia y se marchó.

—Retomando nuestra conversación, Eminencia. ¿Qué dispone?

—Mantengamos el secreto. Me llevo el objeto conmigo, para estudiarlo en profundidad y, cuando haya adoptado una decisión, se la comunicaré.

—¿Y respecto de mis humildes…?

El cardenal Mendizábal cortó al rector con un ademán de su mano derecha.

—Se hará la voluntad de Dios…

Continuará…