Salamanca, 10 de mayo de 1572.
—¡Rector! ¡Rector Dávila, abra la puerta, por favor!
El catedrático de Sagrada Escritura, quien había accedido por segunda vez al cargo de rector del Estudio salmantino, apenas era capaz de abrir los ojos en aquella fría mañana primaveral salmantina. No había podido dormir bien en las últimas jornadas y lidiaba con un humor de mil diablos.
—¿Qué sucede? ¿Quién osa molestarme en sábado? —espetó, a voces, el académico antes de abrir la puerta y descubrir a un joven barbilampiño que llegaba azorado y con la voz entrecortada.
—Discúlpeme, profesor, pero acabo de saber que se ha encontrado muerto a Su Eminencia, el cardenal Enrique Mendizábal e Iriarte en la villa de Madrid, donde había sido invitado por Su Eminencia el cardenal don Diego de Espinosa. Es sabido que ustedes eran buenos amigos y he creído conveniente venir con presteza a darle la lamentable noticia.
—¿Qué dices, muchacho? —titubeó, perplejo, el rector Dávila—. Debo ir urgentemente a la Universidad. Acompáñame; allí hablaremos con más tranquilidad.
El académico del Estudio salmantino caminaba rápido, absorto y taciturno, hasta llegar al edificio del Rectorado. Su postura rígida sólo se veía rota por leves movimientos de negación de su cabeza. Apenas media hora después, ambos hombres entraban en el despacho del rector, quien invitó amablemente a su acompañante a tomar asiento frente a él.
—No puedo entenderlo… el cardenal Mendizábal y don Diego de Espinosa y Arévalo son… quiero decir, eran enemigos declarados desde que el segundo se convirtió en presidente del Consejo de Castilla e Inquisidor general del buen rey, Su Majestad Felipe II. ¿Qué asunto sería tan importante como para reunirlos?
—Eso no lo sé, maestro. Pero, según me dictan mis entendederas, debía ser algo grande. Se dice que Su Majestad en persona ha querido ver el cuerpo del finado y que ha mandado llamar al Inquisidor general para conocer de primera mano lo sucedido —el joven se arrebujó en su capa y el rector le ofreció un vaso de vino tinto, que aquél declinó amablemente.
—Está bien, muchacho —terció el catedrático—. Te agradezco que hayas venido a contármelo. Ahora debo ocuparme de otros menesteres, pero te espero aquí mismo el lunes a la hora nona.
El rector Dávila se encaminó presto hacia la Catedral, donde esperaba encontrar a don Pedro González de Mendoza, obispo de la diócesis salmantina. Casi sesenta años antes se había empezado a erigir una segunda Catedral, junto a la existente, debido al aumento demográfico que había experimentado la ciudad en los últimos tiempos y don Pedro se vanagloriaba de ser el siervo de Dios que más había impulsado la nueva construcción hasta la fecha, por lo que pasaba horas paseando por la zona y supervisando los avances.
A pesar de encontrarse bien entrada la primavera, un viento gélido azotaba las ropas del rector cuando divisó la desgarbada figura del obispo. A pesar de que don Sancho Dávila Toledo formaba parte de la Santa Madre Iglesia, o precisamente debido a ello, no simpatizaba, en absoluto, con aquel hombre: engreído, maleducado y con escasas entendederas, a su parecer; sin contar que sus formas excesivamente dulcificadas resultaban extravagantes. Por todo ello, era un sujeto del que nadie en su sano juicio podía fiarse.
El prelado de la diócesis salmantina torció levemente el gesto cuando advirtió al académico, pero le dedicó una sonrisa farisea:
—¡Querido rector! ¿A qué debo el honor de su visita en este día? —recitó el religioso, como si de una fórmula memorizada se tratase.
—Reverendísimo obispo, si así le place, me gustaría dejar a un lado, por ahora, las falsas cortesías —replicó, cortante, Sancho Dávila—. Considero que el asunto del que debemos departir es suficientemente grave como para que, por una vez, naveguemos con honestidad en el mismo barco…
El otro captó el aire de urgencia en las palabras del recién llegado y adoptó, de inmediato, un gesto de preocupación:
—Veo que ya conoce la trágica noticia…
—Así es. Y me intriga que haya sido en la visita al Inquisidor general.
—Sshh. Calle, insensato, ¿o pretende que nos maten a nosotros también? —terció el obispo, visiblemente afectado—. Ahora marche; nos encontraremos en el lugar convenido: disponemos de algún tiempo para planificar cómo debemos actuar…
Continuará…