Tomo asiento en la penúltima fila del Aula Magna, en una butaca ajada por el paso del tiempo, escorado en la parte izquierda del auditorio. Mi ubicación parece cubierta por la sombra de un falso techo que se adivina falto de utilidad. A punto de comenzar la inauguración de la jornada, el bullicio es ciertamente molesto. Un hombre enjuto, de avanzada edad y semblante formal, quizás en extremo para los tiempos que corren, se levanta de la mesa presidencial, compuesta por dos mujeres y un hombre más y se dirige a un pequeño atril situado en la parte derecha del improvisado escenario, según mi punto de vista.
Se identifica como el doctor Leopoldo Garbián, Catedrático de Filosofía Moral de esa Universidad. La persona sentada a la izquierda del lugar que ocupa es presentada como la Rectora. En un extremo de la mesa, el tipo simplón de la Sociedad Española de Ética Médica. Sin saber muy bien por qué un sentimiento agrio comienza a subir por mi estómago cuando fijo la mirada en aquel cuarentón esmirriado. Su aire de suficiencia y su altanería desbordan el escenario y llegan, como si fueran directamente dirigidos, hasta lo más profundo de mis entrañas. En el otro extremo, ella. La he visto hace apenas unos minutos pero, desde esa distancia, pareciera que hubieran pasado décadas. ¿Sabrá acaso que estoy entre los asistentes? ¿Se preguntará qué ha sido de mi vida?
Cuando el Catedrático de Filosofía vuelve a su sitio, una duda comienza a asaltarme, feroz. ¿Me encontraré con la señorita Bernares, la brillante investigadora a la que pretendo convencer para que se una a mi proyecto? ¿Cómo la abordaré? ¿Hasta dónde será prudente que la haga partícipe de mi objetivo final? La busco infructuosamente con la mirada a lo largo del auditorio, repleto de personas que buscan saciar su ansia de conocimiento, o quizás compartir experiencias, o tal vez solo estén en la sala obligados por sus profesores.
Durante unos segundos me entretengo en adivinar las motivaciones de aquellos que se cruzan con mis ojos, hasta que recupero la quietud y comprendo que es un esfuerzo inútil. La única razón realmente poderosa para estar allí es la mía. Solo mi propósito es digno de ser considerado. No hay duda, estoy rodeado de un hervidero de crédulos cuyas aspiraciones se materializan en lo finito. Nunca entenderé cómo los ignorantes pueden ser felices.
Cambio y corto.
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