Y ella finge que se lo cree. Lleva semanas simulando que esa fuerza interior que la arrastra es un mero espejismo; se persuade de que su corazón está alicatado en piedra, tras tantos años de heridas, desvelos y nuevos comienzos. Pero ahora es distinto: una luz cegadora, omnisciente, que la empuja, irreductible, hacia sus manos. Una atracción, irresistible, hacia esos ojos que la miran veladamente a través de la rejilla cubierta por una fina cortina de seda. Ella, postrada en el reclinatorio, acaba de reconocer sus pecados. Todos, salvo uno. El amor puro no puede contrariar la voluntad de Dios. ¿Será capaz de abrir los ojos?
Al otro lado, solo la sombra de un alzacuellos que reverbera al ritmo de la respiración entrecortada de un hombre que se debate entre su razón y su fe, entre sus palabras y su corazón. Saber que Cristo también fue tentado ya no le consuela. La confusión, el miedo y el deseo se confunden, convirtiendo su vida en un auténtico infierno. ¿Será capaz de resistir a la debilidad de su cuerpo?